Alemania, cuando el viaje es el camino

Del mozalbete inquieto, rebelde y trotamundos que algún día fui y que sólo conoció una parte de Alemania navegando en el canal de Kiel, entre el Mar del Norte y el Báltico, conservo intacto el gusto por la historia y esa visión romántica que comparto con todos los idealistas y soñadores del mundo.
De aquel entonces, 24 años después del fin de la guerra, guardo en mi memoria la imagen del dolor y el luto de muchas mujeres de las ciudades de Hamburgo, Bremen y Lübeck. Ahora, con muchos años más en la mochila, un grupo de amigos y el ánimo bien dispuesto, he podido conocer una Alemania diferente y sumergirme en su pasado.
Hemos caminado por la Alemania medieval, tan bien representada en la arquitectura de sus ciudades amuralladas, en sus coloridas casas de entramado de madera y en los muchos castillos que a lo largo del Rhin, como centinelas de otro tiempo, vigilan el incesante tráfico de las barcazas de mercancías y los barcos de crucero.
En algún lugar cerca del Rhin, nada nos impide hoy cruzar la Línea Maginot –esa línea defensiva francesa construida para evitar los ataques alemanes– y adentrarnos en la región de Alsacia.
En esta planicie extendida entre los Vosgos y el Rhin, los cascos históricos de las ciudades de Colmar y Estrasburgo nos dejan ver la simbiosis que las numerosas disputas entre Francia y Alemania han creado en esta región fronteriza que, a fuerza de haber pasado de mano en mano, parece tener tan francés el corazón como germana la cabeza.
En Friburgo, ciudad libre surcada por una maraña de acequias por las que el agua corre sin cesar, iniciamos el recorrido por la Selva Negra, que nada tiene de selva y mucho menos de negra.
Aquí, en medio de estos gigantescos y tupidos bosques, son los relojes cucú los que cuentan y cantan las horas y nos avisan machaconamente de que una porción de nuestro tiempo se agotó callejeando en ciudades tan hermosas como Wurzburg, Nordlingen, Rottemburg, Ulm o Tubingen. Pero es también aquí donde el Rhin se encapricha y se muestra a la vez violento y seductor, arrojando sobre nosotros toda la potencia de su catarata y haciéndonos sentir el estrépito del agua en todo el cuerpo.
A orillas del Neckar nos recibe Heidelberg, bulliciosa, joven y culta. Ya sea por la historia de amor que encierra su castillo, por la inspiración que aquí encontraron filósofos y poetas o por los “besos de estudiante”, esos finos chocolates con los que un avispado de la época intentó satisfacer los secretos deseos de las señoritas de la ciudad, lo cierto es que Heidelberg es la ciudad más romántica de Alemania. Desde aquí, dejando atrás los verdes paisajes y la placidez del lago Titisee, las aguas claras de las cascadas de Triberg, el silencio profundo del Monasterio de Sant Peter y la exquisita elegancia de Baden Baden, nuestro camino nos lleva a Berlín, ciudad hermosa, extensa e inacabada, escenario de historias que le rompieron el alma cuando, como consecuencia de la II Guerra Mundial, un gigantesco telón de acero dividió al continente y la Guerra Fría encerró a la ciudad en un cinturón inexpugnable de hormigón y acero. Tal vez sea ése el motivo que haga de Berlín un icono, pese a no haber sido la única ciudad europea donde los estragos de la guerra hayan causado horrores sin cuento y sufrimientos sin medida.
Nos encontramos una Berlín moderna, pujante, poderosa, llena de espacios vacíos y cómodos silencios. Y, sin embargo, yo no me dejo engañar. El viaje ha sido el camino que me llevó a descubrir que esos vacíos y esos silencios son los que dejaron todos aquellos que se fueron y me hizo reflexionar sobre las palabras de Wim Wenders a propósito de su película El Cielo Sobre Berlín: “Las ciudades llevan su historia consigo y pueden mostrarla u ocultarla. Pueden abrir los ojos, como las películas, o pueden cerrarlos”.
Tú eliges. Yo ya lo he hecho: he abierto los ojos y me he dado cuenta de que Berlín impresiona siempre, no tanto por lo que tiene sino por lo que le han quitado.

Alemania, cuando el viaje es el camino

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