Dónde está la culpa

Ante el desconcierto de la ciudadanía manifestado en la decepción, indignación y falta de confianza en los políticos, la población trata de refugiarse confiando en no dejarse engañar, cuando ese mal sólo se combate y remedia sabiendo que para no dejarnos engañar, lo principal y más difícil es que los políticos no nos engañen.
Los culpables no son los engañados si no quienes les engañan. Aquéllos son las víctimas y éstos los culpables.
A los políticos y a sus partidos debe exigírseles la claridad y transparencia que predican y apenas practican.
Jugar con la confusión y la ambigüedad; prometer y no cumplir; acusar y no corregir o rectificar los propios errores, son actitudes del comportamiento político que desorientan al electorado, dejándolo cada vez más indefenso e indeciso ante los cambios programáticos cometidos por los partidos en el ejercicio del poder. 
De ahí la importancia y responsabilidad del voto, que sólo puede revocarse o revalidarse al término de la legislatura, sometiendo al elector durante la misma y mientras no se celebren nuevos comicios, a sufrir los incumplimientos e, incluso, deslealtades que puedan cometerse al propio programa o proyecto de gobierno.
En cualquier caso, es inaceptable que, ante gobiernos que no busquen el bien común ni el progreso o bienestar de su pueblo, se trate de justificarlos o disculparlos con la afirmación de que “cada pueblo tiene lo que se merece”, cuando, precisamente, es el pueblo el que no se merece ese gobierno. Hacer culpables a sus votantes de las deslealtades programáticas del gobierno, es convertir a las víctimas y perjudicados en autores o cómplices de los errores e injusticias cometidos por sus gobernantes.
No es aceptable hacer recaer la culpa sobre los votantes del partido en el gobierno, negándoles el derecho a quejarse de lo que votaron, cuando es, precisamente, por no corresponderse su sufragio con el proyecto elegido e incumplido por el gobierno, el que justifica su actitud. Por eso tampoco a dichos electores se les puede dirigir la admonición de que “nadie puede ir contra sus propios actos” porque lo que critican es la incoherencia de los gobernantes con su programa de gobierno. Por eso, tampoco se les puede aplicar el aforismo recriminatorio de “sarna con gusto no pica” pues su rebeldía nace, precisamente, del disgusto y de la contrariedad producida por la deslealtad del gobierno. Lo contrario sería tanto como reconocer en sus votantes un inaceptable masoquismo político
La conclusión de las anteriores reflexiones puede resumirse en la conocida frase “Oh Dios, que buen vasallo, si tuviese buen señor” que en el Cantar del Mío Cid, se pone en boca del pueblo reivindicando el honor del Cid Campeador frente a la vesania del rey Alfonso VI condenándole al destierro. 

Dónde está la culpa

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