Conocí a Alfredo Martín haciendo mi trabajo. Tal vez hayan transcurrido 17 o 18 años y, si soy capaz de aventurar o intuir este tiempo es porque este periódico era el destino de esa labor. Tal vez el tiempo carezca de tanta importancia como le damos a medida que envejecemos, pero sí sé que ese niño viejo que, más que ver, percibí en él, sirvió para que la nostalgia que sentí no rompiese ninguno de los recuerdos de esa infancia que con tanta frecuencia se pierden, que es como echar en falta lo que ya no volverá pero que, sin embargo, se mantiene en el valle de la inocencia.
Entonces, su principal preocupación, o anhelo, se centraba en que el belén al que había dado vida, no solo mediante invisibles hilos, pequeños motores de coches eléctricos o casi inapreciables alambres, no desapareciese. Que la falta de ayudas o de la carencia de sensibilidad hacia su trabajo, pero sobre todo que la perpetuidad de una ilusión que han vivido miles de niños a lo largo de décadas no pereciese.
De hecho, hacía ya mucho que el Belén de la Orden Tercera era el “Belén de Alfredo Martín”. Vi a un niño viejo –ya lo dije– pero no a un anciano al que pudiese fallarle la memoria, y menos la pasión y la ilusión, a escasos días de reabrir en las fiestas navideñas ese diorama articulado al que la magia de la infancia ha otorgado siempre el crédito de la inocencia que se pierde pero que no se olvida.
Una parte indispensable de esos recuerdos no existirían sin él para generaciones enteras de ferrolanos. Si había un momento en que dejabas de acudir, año tras año, a visitar su belén era cuando la pubertad se abría paso, pero allí retornabas de nuevo, esta vez con tus hijos, sobrinos o nietos.
Hay cosas y hechos que se convierten en tradición. La del Belén de Alfredo Martín, creo ahora que ya no está, ha sido siempre algo que transciende mucho más allá de un hábito, que supera todo signo de costumbre para convertirse en un medio para acercarse a lo inalcanzable de los primeros años de la vida. Eso que todavía hace que padres o abuelos indiquen en susurros, al margen del paje que narra los sucesivos acontecimientos del belén, los movimientos de las figuras, el instante en que el cielo se oscurece para dar paso a las estrellas.
En aquella infancia perdida, que no olvidada, a la que el frío obligaba a llevar el aborrecible verdugo o el gorro con orejeras de lana anudado al cuello, la bufanda hasta más arriba de la nariz y el abrigo bien cerrado para superar el frío de la ansiosa espera por tu turno, la inocencia era el verdadero valor que alimentaba Alfredo Martín.
La lavandera que frota contra la tabla la ropa en el río, el leñador que sierra un tronco que cae tras acabar su labor, el pastor que conduce a su rebaño, las casas que se iluminan, el molino cuyas aspas giran al acudir el molinero, los animales que pacen o beben, nunca se movieron a través de otros hilos o artilugios mecánicos que no fueran los de la magia, incluso cuando, esquivando toda mirada, podías entrever entre la tarima y el paño grueso y rojo que ocultaba a aquellos niños –tal vez algo mayores que los que solo mirábamos y escuchábamos– moviendo resortes, girando ruedas, abriendo la espita del agua o encendiendo y apagando interruptores.
Todo aquello carecía de importancia. Todo sucedía –como tenía que ser, y ha de ser siempre– en la superficie de tierra y musgo, con sus colinas y sus valles, entre los árboles y las coloridas figuras animadas.
Siempre olía igual. Olía bien, a pesar del vaho y de la acumulación de mayores, niños, niñas, los más afortunados sobre el banco, en primera fila, los demás sobre el regazo, buscando lo que el paje, subido en su atril, merecedor de la mejor visión, narraba e indicaba. Ataviado con ropajes exóticos, puntiagudas babuchas, pantalones rojos, chaleco rematado por bordados dorados y fez sobre su cabeza, moreno por el maquillaje, el paje otorgaba la vida a todo el escenario. Su palabra era la que abría puertas o instruía a las figuras para que iniciaran su labor.
Yo quería ser paje y oler a aquel aroma que ni la memoria me permite identificar pero que podría reconocer al instante, del mismo modo que sucede con el de un bizcocho recién horneado en casa. Y veía desafortunados a quienes, bajo la gran mesa que sostenía el escenario de la imaginación más tierna, solo podían intuir lo que sucedía sobre sus cabezas.
Ese era –es– el Belén de Alfredo Martín al que daba igual haber acudido ya con anterioridad, porque la Navidad en Ferrol no empezaba con las luces de las calles encendidas, sino con las de las bombillas iluminadas que indicaban que, de nuevo, abría sus puertas al fondo de ese callejón de servicio entre el Parador y la iglesia de la Orden Tercera.
Claro que, entonces, no sabíamos quién era Alfredo Martín, al que ya en muy raras ocasiones volví a ver tras conocerlo. La infancia no sabe quién hace las cosas pero se pregunta por qué son así, por qué suceden, por qué se mueven los sueños. No se plantea que estos tengan un autor que les insufla esa vida, que apague la oscuridad. Pero si rebusco en la memoria, me doy cuenta de que él siempre estaba allí aunque no se le viese, aunque no fuese durante esos instantes en los que, a media que cumplías años, pasaban de ser largos a someros, el gran, el verdadero, protagonista.
Recibió Alfredo Martín algún homenaje, vio reconocido su trabajo y, tal vez, hasta logró espantar parte de la incertidumbre que lo abrumaba en aquella entrevista en la que confiaba que su labor tuviese un respaldo institucional que garantizara la continuidad de su mágico mundo.
Lo cierto, sin embargo, es que esa continuidad, esa pervivencia, no es patrimonio institucional, sino de esas generaciones, las pasadas y las presentes, a las que supo ilusionar. Y a estas les corresponde acercar a las nuevas, a las futuras, ese encuentro tan necesario con la imaginación y la ilusión en uno de esos escasos ejemplos en los que, al margen de ideologías, credos o simples gustos, lo único que importa son esas caras, tan crédulas como incrédulas, de bocas abiertas o cerradas, pero siempre de ojos agrandados y pupilas fijas y absortas que tanto echamos en falta cuando nos damos cuenta de que el único motivo por el que ahora no pestañean es que se lo impida un sofisticado juego electrónico. Algo que disgustaría, con toda seguridad, a ese mago de la infancia que fue y siempre será Alfredo Martín.