Además de la vida de más de 40.000 seres humanos, la pandemia se está llevando a la tumba a los tablaos flamencos. Puede que también se lleve a los toros, que no merecen una ayuda de un ministro de Cultura, que ejerce su cargo con el sectarismo de un vegano venido a más.
El tablao flamenco nació como una evolución natural del café cantante, a mediados del siglo XIX, hace unos 140 años. La etnia gitana abandonó su endogamia y se subió al tablao, y en Sevilla, en Cádiz, en Jerez, y muchos otros lugares, el flamenco se hizo visible para el gran público y dejó de ser un espacio exclusivo para iniciados. Y llegó a Madrid, y con Hemingway y Orson Welles los famosos del mundo que venían a España no se querían perder una corrida de toros, ni una velada en un tablao. ¿Perdió su pureza el flamenco por su vecindad con el turismo? Es posible, pero el contacto íntimo con el público también le abrió nuevos horizontes, variaciones insólitas, y la posibilidad de crear cada noche nuevas aventuras.
En Viena, donde no creen que el cuidado a las tradiciones sea una cuestión de catetos, es posible asistir a la representación de una opereta en este mes de julio. En Madrid, dentro de poco será difícil poder ir a un tablao flamenco, porque no habrá ninguno abierto, como ha sido imposible asistir a una representación de zarzuela en verano, que es el equivalente a la opereta austriaca. Y, dentro de nada, para asistir a una corrida de toros tendrán que trasladarse a Francia, donde no tienen que llevar a cabo tonterías contemporánea, porque ya son progres por casa, desde la Revolución Francesa, que surgió ochenta años antes de que apareciera el tablao.
No es tiempo de bulerías, sino de soleá; no es momento de cantar por alegrías, sino de escuchar el sonido seco del martinete, donde el martillo no golpea el yunque, sino la cabeza del clavo que cierra el ataúd del tablao.