Vuelve la España de la pandereta

A estas alturas, uno está convencido de que la programación diaria de la TVE debía aparecer en el ya difunto BOE o publicación similar, simplemente por razones de claridad y rigor o por respeto a los derechos de propiedad informativa. Y ello porque a la denostada censura franquista ha sucedido, tan poderosa como impúdica , la   instalación ante las cámaras del pensamiento único, encabezado por el boss Sánchez, que distribuye a su privado albedrío el control de las ruedas de prensa, es decir: “Esto pueden preguntar, aquello no; hoy no se pregunta, mañana sí, etc”. Solo falta que los periodistas (y periodistos) tengan que saludar, sumisos, al final de las sesiones; pero que no cunda el pánico: todo llegará cuando Podemos sea Podemas y así puedan más y el estalinismo orgánico nos haga felices a todos; a todos iguales en la miseria común y hasta con la foto de papá Stalin presidiendo salas y despachos.

            Pues bien, el motivo de estas líneas es dar cuenta de la omnipresente receta televisiva que consiste en airear machaconamente las diarias celebraciones de la actual España de la pandereta, donde unos y otros se exhiben aplaudiendo, cantando, gritando, bailando, repitiendo a voz en cuello “Me aburro”, corriendo por pasillos y terrazas y haciendo gala de sus capacidades lúdico-caseras y carnavalescas con las que desafiar, o al menos amortiguar, esta nueva peste negra que nos encierra y ata, nos somete y mata con una saña y perversión inusitadas, cebándose como siempre en los más débiles e indefensos: los ancianos. Nuestras cámaras televisivas han elegido el espectáculo festivo como materia privilegiada y reiterada de información; como achulapada respuesta popular, gestual y vocinglera, ante el malvado coronavirus al que venceremos... aunque de momento no sabemos cómo ni cuándo, pero todo se andará.

            En tiempos de desesperanza y penuria hay que dar ánimos, hay que tirar de humor y de ironía, pero no todo puede reducirse a eso cuando la muerte y la enfermedad hacen estragos. La gente no es ingenua ni menor de edad y sabe de la felicidad y la desdicha, de la alegría y la aflicción, de tiempos buenos y malos, de cielos serenos y de arrasadoras tempestades. Por eso no estaría mal informar visibilizando con dignidad y discreción a las víctimas que, en obligada soledad solo mitigada por el personal sanitario – sobrexpuesto en primera línea de lucha –, que sufre impotente la sucesión de fallecimientos a pesar de sus ímprobos esfuerzos.

            Dejar constancia de la verdad en sus justos términos es obligación inexcusable de todo informante que tenga sentido ético, por encima de consignas o conveniencias o intereses de cualquier tipo. Negar y ocultar sistemáticamente la gravedad de los hechos solo lleva al engaño y a la mentira. La vida, cómo no, nos ilustra y enseña a todos sobre la muerte, que es sus contraria segura e inevitable. Silenciarla no es razonable ni inteligente; es, por contra, un error y una grave manipulación.

            ¿Aplausos? Bien, vale. Respeto, recuerdo y reconocimiento para nuestros ancianos, valen bastante más: perduran y no se limitan a gestos y actitudes simplemente externas, de cara a la galería. De éstas, con harta frecuencia vamos sobrados.

Vuelve la España de la pandereta

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