Nuestra propia historia nos pone en camino, nunca como nómadas solitarios, sino como andarines poblados de abecedarios para entendernos y hacer familia, a través de la memoria y la esperanza. Con los recuerdos podemos evitar los errores del pasado y confluir hacia horizontes más claros. Por otra parte, está bien reanimarse sabiendo que una ilusión aviva nuevas ilusiones, y esto por sí mismo, ya es un gran paso adelante. A veces, nos ahogamos en historias inútiles que no valen la pena ni dedicarles un minuto de nuestro tiempo, pues lo verdaderamente interesante es acogerse y respetarse unos a otros, corregirse y enmendarse colectivamente, con lo que esto supone de enriquecimiento y evolución.
El tiempo y la naturaleza tienen la capacidad de rectificar nuestros propios defectos. Personalmente, hace unos días me puse a imaginar ese mundo trazado por Valérie Schmitt (Directora Adjunta del Departamento de Protección Social de la OIT), “donde ningún niño necesite trabajar para ayudar a sus padres, donde ninguna madre tenga que regresar al trabajo el día después de dar a luz, donde ninguna persona mayor se vea obligada a trabajar hasta la muerte, donde ninguna persona con discapacidad tenga que mendigar en las calles…”. Yo mismo, tras despertar del relato, me di cuenta que el camino es hacia uno mismo, hacia su propio corazón; empedrado, en ocasiones, por odios y venganzas absurdas.
En efecto, para muchos de nosotros este cosmos sigue siendo una quimera. A los hechos me remito, el 55% de la población mundial vive sin protección social, o sea, sin amparo alguno. Quizás, por ello, tengamos que pensar en otras sendas más solidarias y no egoístas, cuando menos para permanecer unidos. En este sentido, nos alegra que después de sus cien años de sueños, la Organización Internacional del Trabajo, se disponga a trabajar duro en la creación de una cultura auxiliadora socialmente, generando de este modo el impulso que se requiere para hacer realidad la protección social universal.
Sin duda, tenemos que poner más alma en nuestro quehacer diario, si en verdad queremos dejar a nuestros descendientes un mundo menos fracturado y violento, al que hoy le devora el egoísmo y la falta de auténtico amor entre análogos. Ojalá aprendamos a enmendarnos, a sentir nuestra pequeñez de no ser nadie sin los demás, a tomar la inquietud de reencontrarnos como propósito diario, desafiando la adormecida conciencia de la mundanidad que todo lo somete al interés del poderío. Desde luego, ha llegado el momento de derrumbarnos y recapacitar, de ver otras salidas más humanas, de que los moradores de todas las culturas practiquen más que nunca la sintonía de la escucha, para entrar en consideración con toda vida humana, por minúscula que nos parezca.
Realmente cuesta entender que, en medio de los desafíos que presenta el orbe actual, no se reconsidere que lo armónico llega de la mano de lo justo, y que teniendo voluntad de dejarnos acompañar por lo auténtico y por la equidad, por muy amargos que sean los días, mejoraremos nuestras atmósferas al menos con más sosiego, y por ende, renacerá una nueva época, en la que esta diversidad ya reconciliada, hará florecer nuevos espacios, donde caminar juntos, donde trabajar unidos, porque el tiempo no se detiene, continua sin cesar y hemos de ponernos de acuerdo. Pero, ciertamente, hasta que los que ocupan puestos de responsabilidad no acepten con valentía su modo de ejercer el poder, sirviendo a todos y sin oprimir a nadie, va a ser difícil sentir ese mundo unido que todos decimos anhelar. Lo decía la inolvidable Misionera de origen Albanés naturalizada India, Madre Teresa de Calcuta (1910-1997): “El que no vive para servir, no sirve para vivir”; y, cuánta razón tiene su célebre frase, porque vivir es legarse más allá de las meras palabras, no enriquecerse de nuestros semejantes, jamás robarles como suelen hacer esa legión de corruptos que ocupan algunos pedestales con poder en plaza. ¡Qué degeneración más tremenda el espíritu de la corrupción!
Por cierto, la reciente llamada del presidente de la Asamblea General de las Naciones Unidas, el eslovaco Miroslav Lajčák, de que “las Naciones Unidas se necesitan más que nunca y, sin embargo, hay gobiernos que no parecen entender eso”, debiera de hacernos repensar la idea, de que hemos de ponernos todos a servir más y mejor, sí quieren bajo el estético intelecto de que amar es vivir fuera de sí, a corazón abierto, sin temor a mirarse y a verse en camino. Porque la concordia llega con el perdón siempre a punto, después de fusionarse a la cátedra del donarse; que, en el fondo, es desprenderse de uno mismo, llorando con el que llora y riendo con el que ríe.