Setién, Javier y Acuña

n los días en que J.M. Setién comenzó su mandato en el Obispado de San Sebastián, en el corredor de la muerte del viejo cuartel del Paseo de Heriz (todos los lo eran), se oía recitar al zamorano Javier Lorenzo: “En los patios y en los claustros/ Los campesinos verán/ al obispo de Zamora/ a caballo predicar:/”Tended palios y manteles/ y en su interior arrojad/ custodias, joyas, patenas/ y vasos de consagrar./ La Iglesia, cuanto más pobre,/ más a Dios se acercará.” Se aferraban los comuneros a reina loca por no asirse a rey extranjero, nosotros a obispo viejo por los desprecios del nuevo.
Su causa y participación se nos antojaba valiente y solidaria. Frente a él se alzaba, ataviado por lo más rancio de la historia, el obispo Setién, pastor que la Iglesia nos daba por fe y consuelo en aquellas trágicas horas. Solo se le pedía un funeral, y ni eso ofrecía, cuando más, un acto de desprecio, de ofensa. Recuerdo su cara sin expresión adornando la expresión de una idea para él superior: el nacionalismo, y en él, los criminales actos de los verdugos. Idea a la que no tuvo el valor de defender con la dignidad con que el obispo Acuña lo hizo, sino que se limitó, como otros muchos, a ir condenando y exculpando, alentando así aquella tragedia para el infinito dolor de tantos por la maldad de unos pocos.
Esa falta de arrojo es la que le reprocho, por lo demás, era solo un hombre ofendiendo con lo divino la divinidad de lo humano.

Setién, Javier y Acuña

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