La galería Atlántica ofrece una muestra antológica del pintor soriano Félix Adelantado ( 1911-2001), cuya larga y fecunda trayectoria coincide con uno de los momentos más fecundos y apasionantes del arte español y con la eclosión de todas las formas de experimentación artística, lo cual sin duda dejó huellas en su propio quehacer, especialmente la pintura sígnica, matérica y gestual. Aunque en sus inicios está el paisaje, que él pinta con machadianos acentos, recogiendo las sobrias luces y soledades de los campos castellanos, esos místicos espacios de “·grises alcores, cárdenas roquedas” –que cantaba Machado–, en los que se siente latir el silencio antiguo de la vieja tierra de Castilla, pronto sus ojos se alzan hacia otras profundidades, sobre todo las que sugiere el alto cielo nocturno, pero aún más aquellas insondables del propio pensamiento.
Y de ahí nacen cuadros, como “Reflexión a media noche”, que es como una página oscura y misteriosa encuadrada en el hondo azul; o bien el que titula “Al margen de la galaxia”, donde parece volar un enorme pájaro negro, entre un halo blanquecino-grisáceo, que se cierne sobre una inmensidad granulosa de puntitos oscuros, por cuyos entresijos se enredan orbitales giros de delgadas líneas blancas. En estas sugerencias de energías cósmicas y astrales están cuadros como “ Ciega búsqueda” y “Campos magnéticos”, donde se agitan masas como nebulosas”, cúmulos negros y radiaciones estelares; o bien se cruzan imparables giros espirales. A veces, sus trazos inquietos recuerdan indescifrables signos de escrituras antiguas o letras de un intraducible alfabeto o grafismos de reminiscencia oriental; lo cual, unido a las texturas terrosas, con aire de roca erosionada, nos sitúa ante el misterio del origen y el afán humano por descifrarlo. La mano del pintor, entonces, es como la de un niño poseído del mismo asombro del hombre primitivo que rayaba los peñascos de su hábitat para sentirse dueño.
Así –como dice André Verdet– pasó del “paisaje geofísico, al paisaje mental, interior”; y, en ambos casos, tanto cuando trataba de transmitir la emoción de los lugares reales que le inspiraban, como cuando se volvió hacia las incitaciones abstractas del impulso íntimo, se siente latir el alma de un poeta, de quien es capaz de percibir ritmos secretos y llamadas de lo oculto, de eso que aún no ha podido ser dicho. Acertadamente, Martínez de Lahidalga se refiere a su quehacer como “verso pictórico”; con él puede descubrirnos la “Belleza petrificada”, que recuerda las estalactitas de una cueva, o sobrecogernos con “El aullar del viento” sobre una solitaria colina; o, aún más, llevarnos a ese lugar mágico, del color de la tierra tostada, donde se perfila, en volutas verdes, “La otra cara del sueño”.