LA FE DEL REGISTRADOR

Anuestro presidente se le antoja ahora ejercer no de lo que es, sino de notario. Claro que, a quién no, y es que no está la patria para anotarla a su nombre ni aún en el registro de los mandatos presidenciales. Está más para limitarse a levantar acta de su estado y sentenciar cual fedatario público: “Doy fe”. Ese fue su papel en la última comparecencia en el Congreso, cuando en el nombre de la verdad se limitó a exponer con toda crudeza la catastrófica situación por la que atraviesa el país, que llegó a calificarla de mala camino de peor.

No nos mintió y se le agradece, entendiendo que la culpa no es suya, y que en estos casos la verdad invita porque no inculpa sino que exculpa. De todos modos, y sin atender a la naturaleza de las motivaciones, no cabe sino felicitarnos porque no hay mejor diagnóstico que aquel que es. Una obviedad, pero necesaria, porque de falsos diagnósticos y delirantes brotes verdes estábamos ya hartos.

De todos modos, hay que recordarle que su obligación está más en la línea de su vocación registradora que en la notarial. Es decir, que el mandato de las urnas le obliga no a levantar acta sino a asentar en los libros ministeriales correspondientes y de acuerdo con su cargo las oportunas medidas que se han de tomar para solucionar la grave crisis que sufrimos, y que va camino de terminar no sólo con el bienestar sino con el Estado. Y es que la fe, se diga lo que se diga, no es nunca una solución.

LA FE DEL REGISTRADOR

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