DEBERES

Ignoro si a algunos padres modernos les dan un manual de cómo superarse en extravagancia en cada nueva etapa de crecimiento de su hijo o les sale natural. Primero había que dejar que el niño escuchase a su cuerpo. Si no quiere comer, no come. Si no quiere dormir, no duerme. Porque no se le puede limitar como persona. Después, a falta de un centro de enseñanza libre cercano al hogar familiar, tuvieron que conformarse con el cole de toda la vida. Clases y recreo. Qué simpleza. Soportaron la situación con resignada templanza, pese a que cada entrega de notas era un ataque a sus principios. Su pequeño, sometido a análisis. Capacidad lectora, aptitud para los números y coordinación calificados en un boletín. Traumatizante. La gota que colmó el vaso fueron los deberes. Eso sí que no.

Los niños tienen que jugar; bastante tiempo pasan encerrados en el aula, argumentan como si estuviesen hablando de campos de concentración

Los niños tienen que jugar; bastante tiempo pasan encerrados en el aula, argumentan con una afectación que parece que estuviesen hablando de campos de concentración en lugar de escuelas. Hacen sus cálculos. Cinco horas delante del profesor, tres de comidas y diez en la cama. Apenas les queda tiempo de ocio. No puede ser. Entienden las tareas como un castigo. O un ejemplo más del control que quieren ejercer sobre sus hijos; hasta fuera del colegio el ritmo lo marcan los profesores. Sirvientes de un sistema que pretende formar generaciones de clones sin personalidad, soldaditos que acatan normas y repiten a coro la tabla del seis, proclaman.

Aquello de que los deberes sirven para fijar los conocimientos les suena a cuento chino. La necesidad de que un chaval se enfrente en solitario a la tarea para descubrir si ha entendido la explicación del día solo puede ser una excusa para someterle al régimen educativo. Colocarle media hora delante del cuaderno no es más que una tortura. Enseñarle a que ejercite la memoria es como enseñarle un truco de magia. Ellos quieren niños intuitivos que no recuerden ni el nombre de su calle.

Como es comprensible, no están dispuestos a participar en semejante atropello. Nada de repasar mano a mano con el niño. Cosa que también tiene su parte positiva, no caen en la tentación de corregirle los fallos para que parezca que el crío es un experto en la materia. En eso coinciden con otros padres, menos modernos, pero sumados igualmente a la causa contra los deberes. Aunque en su caso todo apunta a que el problema no es de rechazo al sistema, sino de cansancio. El que les entra cada vez que su hijo les habla de dos trenes que viajan en sentidos enfrentados y tienen que encontrarse en la vía. Mejor llamar a la huelga de tareas que sacrificar el descanso. O que reconocer que no saben resolver el ejercicio.

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