FUEGO E IRA

La primera vez que vi en persona a Manuel Fraga fue en la inauguración de una de las escasísimas empresas abiertas en la comarca de Ferrol al amparo de aquel, mal llamado, proceso de reconversión industrial. Apenas había aterrizado en la Xunta, así que la apertura de una fábrica en un polígono como el de A Gándara, el único que tiene la ciudad, destinado a abrigar industria pero que finalmente se quedó en lo que muchos otros, en casi en su totalidad comercial, era –como lo sigue siendo hoy, sobre todo hoy– oportunidad ineludible para arropar toda nueva gestión. Dos cosas me sorprendieron: la primera, que las lágrimas aflorasen fácilmente en un político cuyo semblante y ya achacoso cuerpo no acompañaba tanto como él quisiese a su mente, que permanecía intacta, totémica e impetuosa, visceral y exenta de toda posibilidad de antagonismo.

Visto a Fraga a lo largo de todos estos años (...) la única diferencia con otros políticos contemporáneos es si acaso que no había quién le impidiese ser como era...

La segunda que su apretón de manos, cuando pasó revista al tropel de periodistas que seguíamos el acto, fuese apenas el de una rozadura, un leve tiento de las primeras falanges de los dedos a la palma del saludado. La segunda vez fue con motivo de la celebración en Ferrol de un Consello itinerante de la Xunta, una de las señas de identidad de sus primeros tiempos de gobierno al frente de la Xunta. Idea de proximidad, de equiparación, de igualdad si se quiere –que nunca lo ha sido ni lo será, ni nunca se intentará– entre las urbes de este país de mar y musgo. Por no haber, ni había ni un sitio apropiado para reunir al Gobierno gallego, así que se optó finalmente por una de las salas del viejo edificio administrativo de la Feria de Muestras, y también en este tuvo lugar la rueda posterior a un Consello que creo recordar que para Ferrol trajo el acuerdo sobre un plan de saneamiento integral de la ría de Ferrol, a día de hoy, veinte años después, todavía inconcluso. Tras la información, llegó el turno de preguntas. Solo recuerdo la de un periodista, no su contenido, pero sí el intento de este último por conseguir que el presidente de la Xunta le aclarase alguna duda. Arreció entonces Manuel Fraga, no con la sensación de que faltase al respeto a nadie sino con la de que, simplemente, allí ya no cabía perder más el tiempo. “E ponto”, dixit, antes de que alguien le indicase, mucho después, de que lo apropiado era “e punto”. Nadie volvió a levantar la mano para pedir turno. Fuego e ira, decían los romanos. El tiempo no establece tantas diferencias como se podría esperar de él. Visto a Fraga a lo largo de todos estos años lento, imperceptiblemente apesadumbrado, capaz sin embargo de, instantes después, dejar atrás a toda una pléyade de asistentes, conselleiros, ministros o periodistas, la única diferencia con otros políticos contemporáneos es si acaso que no había quién le impidiese ser como era, resultado tal vez de la imperiosa necesidad de saber –y eso sí es pesadumbre– que el tiempo pasa y que, por lo general, apenas sí llega para algo. “E ponto”.

FUEGO E IRA

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