A TÍTULO DE QUÉ

Señalaba hace unos días el exministro y expresidente del Parlamento Europeo Josep Borrell que el soberanismo catalán y sus poderosas terminales mediáticas habían logrado colocar tres mensajes fundamentales: la independencia es económicamente positiva; la comunidad internacional terminará por aceptar la independencia, porque el derecho a la autodeterminación es universal, y nada pasará en las relaciones ni con España ni con Europa. Es lo que con palabras de campaña decía uno de los altos candidatos de Juntos por el Sí: “Los catalanes ni nos vamos ni rompemos; lo que se busca es un cambio de relaciones con el Estado español”.
A esta doctrina se suma mucha gente que votará las listas de Mas y aledaños no tanto porque quiera la independencia cuanto para dar fuerza al Gobierno autonómico de cara a una eventual  negociación con el poder central en busca de un nuevo encaje de Cataluña en la Constitución y en el resto de España. Es el “apretamos para poder negociar”, que dicen que Mas murmura en privado. 
En el fondo, ambos frentes dan por descartada la independencia. El problema radica, pues, en cuál puede ser; cómo podría materializarse ese reencaje cuando hoy día Cataluña no puede ofrecer título alguno histórico, político, económico o social que lo justifique y que, en consecuencia, derive en privilegios y diferenciaciones  con el resto de la nación.
La opinión pública malsoporta ya los regímenes forales –constitucionalizados– del País Vasco y Navarra como para que una nueva comunidad venga a sumarse a estatus asimétricos, esto es, discriminatorios, con una ampliación de competencias, blindaje de otras o el establecimiento de regímenes económicos especiales y ventajosos. Eso, hoy, no es de recibo. 
Pudo haberlo sido en los albores de la Transición o en los tiempos en que aquella comunidad pasaba por ser el tren que tiraba del resto de España. Pero, hoy por hoy, no. ¿A título de qué se reclama? Hoy Cataluña es la comunidad en quiebra, la más endeudada y la que en mayor medida vive de las misericordias extraordinarias del Gobierno central. Una comunidad que ha perdido pulso y que ha sido superada en dinamismo empresarial y económico por alguna otra.
Fundamentar el eventual nuevo encaje en el sentimiento de identidad propia tampoco es suficiente, pues lo mismo podría ser alegado por otros territorios. Todos, en definitiva, tienen sus respectivas identidades, singularidades o peculiaridades. Realidades, por cierto, ya reconocidas en la Constitución y que vienen siendo ejercitadas  con prodigalidad. ¿Singularidad sin desigualdad? Quienes lo propugnan –es la nueva matraca dentro y fuera de Cataluña– deberían concretar cómo se materializaría. Hasta ahora no lo han hecho. Salvo, claro, que se trate de una pura compensación emocional sin consecuencias de otro orden, que no es el caso.

A TÍTULO DE QUÉ

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