Fruto de un rocambolesco proceso, el parlamento catalán eligió presidente, por un solo voto de diferencia, evidencia de la fragmentación de la sociedad civil.
A la vista de las declaraciones previas y durante el debate de investidura de Joaquim Torra, se pueden sacar dos primeras conclusiones, a saber, la llegada a la más alta instancia política catalana de un populista conservador y xenófobo, muy al estilo de Trump en América o Szydlo en Polonia, y que el derechista Puigdemont todavía está imponiendo su agenda a los partidos y movimientos independentistas.
Con la toma de posesión, quedará sin vigor el artículo 155, que debería llevar a Cataluña a la normalidad institucional, pero, por lo que se ve, los nacionalistas tienen intención de continuar con la política de bloques y el enfrentamiento institucional y, por tanto, con la inoperancia de la Autonomía y profundizar en la división de los catalanes. Otra cosa no se desprende de la intención de Torra de nombrar, confirmar según él, y por el tiempo que pueda, a los consejeros cesados de Puigdemont.
Además, el presidente del Parlamento, Roger Torrent, olvida su papel de representar a todos los parlamentarios y no disimula su inclinación por el independentismo al no presentarse ante el Jefe del Estado para entregar la propuesta parlamentaria de votar a Torra. Si las cosas continúan por estos derroteros, se volverá a aplicar el 155 y, probablemente, esta vez sí, con una intervención total de la Autonomía. Hay que solucionar esto. El poder judicial no puede estar, continuamente, sacando las castañas del fuego. No olvidemos que actúa por instancia de parte, nunca motu proprio. Su recorrido es limitado, termina con las sentencias que dicte. Y punto.
Por supuesto, que hay que recurrir a los juzgados para mantener la legalidad, pero es hora de que las instancias políticas, el ejecutivo en concreto, empiecen a moverse para atraer al entendimiento a algunos de los actores importantes del proceso soberanista, como puede ser Esquerra.
Tengamos en cuenta que el conflicto catalán afecta, directamente, al conjunto de las autonomías de régimen común. Las urgencias catalanas están perjudicando la reforma de financiación autonómica, a la que el PP ya le pone pocas ganas, y sobre la que pivotan la sanidad, la educación, los servicios de dependencia o vivienda. Se están mermando sus capacidades de actuación por falta de recursos.
Y, por supuesto, no se puede demorar la reforma de la organización territorial del Estado, el Titulo VIII de la Constitución. El PP tiene que entender que no queda otra si queremos que la convivencia se restablezca.
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