Lenguaje

Hablamos muy mal. Utilizamos frases desabridas, desvergonzadas, zafias. Groseros también en modales y gestos. Sin tacto hacia conductas que puedan generar intolerancias antagónicas. Así desde la textura poblacional a pie de calle, subiendo la pirámide de Kelsen, hasta el vértice de señores diputados que utilizan el Parlamento como lugar de refriega patibularia, pedreste, tabernaria. Donde maneras, frases y vestiduras dan en circo de payasos itinerantes sufragado puntualmente con los impuestos de las ciudadanos a quienes representan.
Palabrotas. Procacidades. Ausencia de sensibilidad en los muchachos y chicas que pasan al lado nuestro. A quienes otro tiempo lavarían la boca con estropajo por utilizar como “joder”, “estoy hasta los ovarios”, “coño” y otras similares que hieren los oídos si no rozan la blasfemia “cagüendios”, “putavirgen”, “malahostia” pronunciadas por quinceañeros/as cuando deberían estar más predispuestas a cantar la belleza de su juventud que a glosar estupideces de niños consentidos. No propongo que la chavalada de hoy tenga que leer “La buena Juanita” de nuestra infancia escolar y seguir sus dictados, pero si es verificable un ten con ten para conducir estos asuntos y evitar los riesgos.
Son maniobras para alcanzar buen puerto. Una urbanidad de trato racional y amable. Cortesía que adeudamos a los otros cuando mantenemos relaciones con ellos. Es la colectividad educada a paso sereno al incorporarse a la manifestación. Urgencia totalizadora. Civilidad. Cultura. Distinción. Elegancia. Moderación. Respeto a quienes son mayores en edad, dignidad y gobierno. Palabras de buena crianza, guardadas en el fondo del armario, que deben emplearse con prontitud cariñosa: sonreír, permitir el paso, sostener la puerta, ceder el asiento del bus al impedido o a la embarazada. Sin hipócritas afectaciones ni tiquismiquis. Desplegando siempre naturalidad y corrección...

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