Humildad y soberbia

 

Ha comenzado a llover con la mansa dulzura y dulce inocencia de lo primigenio. En esa sana disposición la oigo caer leve sobre los cristales, las amarillentas hojas de los otoñales árboles y las rojas sargas de los tejados.
Caer con la rotunda nobleza de que hace gala lo nuevo, la novedad. Sé que no lo es, que llueve desde antes que los hombres guarden memoria de los días de lluvia, y que florece en ella la memoria de esa naturaleza de la que es hoja y raíz.
Sin embargo, cada vez que llueve el hombre que la contempla con los ojos del alma la siente como la vez primera, y lo es. El acto de llover puede repetirse miles de veces en la vida de una persona, pero sus gotas son siempre nuevas.
No hay magia, no cabe tampoco el engaño, solo el esfuerzo de cruzar los áridos espacios que separan el estado líquido del gaseoso para volver a caer colmando la sed de las tierra y los seres que las habitan, sin exigir nada a cambio ni querer cambiarlo por nada.
Es por eso por lo que cada gota de lluvia es tan importante como las demás y que todas son, necesariamente, únicas y primeras. Y siendo tan especiales, necesarias y singulares, las oigo caer humildes sobre hombres soberbios y, por esa soberbia, ruines, y por esa ruindad, insolidarios, y por insolidarios, comunes.
Hombres que sin haber realizado jamás el sublime esfuerzo de trasmutarse para ser augurio de abundancia se reclaman lluvia de los hombres y pueblos del mundo.

 

Humildad y soberbia

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