Decía André Gide que lo que se comprende en un abrir y cerrar de ojos no suele dejar huella. Algo de eso está pasando con la “baraka” que parece tener Rajoy. Inmune al peaje que en otros países y sociedades aparejan los casos de corrupción; ajeno a las impaciencias generacionales de algunos de sus colaboradores más cercanos y se diría que hasta protegido por el dios de la ironía porque resulta que el PSOE se está devorando a sí mismo en vez de aprovechar el descontento social provocado por los recortes, las leyes impuestas sin consenso y los insoportables desahucios.
Leo y oigo interpretaciones del éxito de Rajoy atribuidas a la templanza con tendencia al quietismo que se le atribuye como principal rasgo de su carácter. Otras voces vinculan la situación a las ancestrales habilidades que, según el tópico, asisten a los políticos gallegos para disimular su pensamiento como estrategia para desconcertar a sus interlocutores. Quizá hay un poco de todo esto. Pero tiene que haber algo más. Más allá del reconocimiento por la remontada de la crisis, para explicar el fenómeno de la fidelidad de los militantes y votantes populares hay que acudir a la historia de este partido. Fraga primero y definitivamente Aznar dotaron al partido de su mayor activo: la unidad. Para entender el poderoso activo que supone la unidad en tiempos de crisis política y confrontación ideológica basta con recordar el naufragio de la UCD o, en nuestros días, observar lo que acontece en las izquierdas. No solo en el PSOE están en plena guerra civil. También en Podemos, aunque a otra escala, andan metidos en luchas de poder. La debilidad y la división de las izquierdas son el elixir que explica la perennidad de Rajoy.