TIEMPOS DE CINE

Alrededor de los años sesenta, Ferrol presumía de un envidiable número de salas de cine, y el cine y el fútbol (el Rácing y el Arsenal) eran los dos espectáculos que convocaban más público. En Ferrol, pues, tuve la suerte de hacerme cinéfilo, de contemplar cientos y cientos de películas que pasaban previamente, todas y cada una de ellas, por el pudoroso filtro de la censura eclesiástica. En el Carmen, la iglesia, a la entrada, en una vitrina se exhibían las fichas donde se clasificaba las películas en cartelera del 1 al 4; esto es: desde “todos los públicos” (niños incluidos) hasta “mayores con reparos” o “gravemente peligrosa”. Esto último avivaba el morbo de los que no llegábamos a los anhelados 18 años de la mayoría de edad y recurríamos a ponernos pantalón largo para ver si “picaba” el portero de la entrada que, experto en aquellas lides, te pedía el carnet y adiós muy buenas.
Capitol, Avenida y a veces el Jofre eran los locales de estreno. La marinería se agrupaba, sábados y domingos, en la bullanguera “general” del Capitol para celebrar, al menos, los generosos escotes de Sara Montiel en “El último cuplé” y otras. La chavalada  acudía en masa, a las 3 de la tarde, a la función del Madrid- París, al comienzo de la carretera de Castilla. Las de vaqueros y las de guerra (amén de las de romanos en Semana Santa) eran las más celebradas, por ofrecer a nuestros ojos aquellos eternos combates entre el bien y el mal que tenían, cómo no, un final feliz que recibíamos con aplausos. La de “Robin Hood” la vi al menos seis o siete veces, y no fue la única.
El Callao, en la plaza de su nombre, era enorme y tenía graderío para 500 espectadores. En invierno o en verano, yo era fiel seguidor de la “sesión continua: programa doble” que me tenía embobado de 4 a 9 de la tarde en días de vacaciones veraniegas. Atendía el decoro y orden en el oscuro local un acomodador llamado “Gorila” por su contundente corpulencia. “Gorila” dio cierto día un memorable soplamocos a un chaval que gritó su nombre sin apercibirse de que tenía al grandullón pegadito a él. Aciaga suerte la suya.
El Cinema, entre María y Rubalcaba, era un lóbrego rectángulo que pintaban y repintaban a cada poco. Daban malas películas, casi todas en un tenebroso blanco y negro, y recuerdo con horror dos en las que lloré a moco tendido: “Molokai” era una de ellas y la otra trataba sobre la peste bubónica. Sin comentarios.
El cine era en aquellos años un refugio, una evasión frente a una dura y gris realidad. Era un lugar para los sueños y un instrumento para ejercitar la imaginación. Debo recordar, en justicia, a los pintores de las carteleras que cada local exhibía en su fachada y, cómo no, aquellos programas de mano, tan coloridos, que atraían incluso a algunos coleccionistas.
El Renacimiento (el popular “Rena”), en la calle del Sol, cercano a Amboage, alternaba con las películas otras actividades. Una de ellas era los concursos de cantantes noveles, “Camino de la fama” o algo parecido. A los aspirantes acompañaba el maestro Malde, a quien yo felicitaba por teléfono a instancias de mi madrina.
En aquellos concursos oí por vez primera cantar en inglés. Bueno, decían que era inglés, pero hasta el presentador ponía cara muy rara ante aquellos vagidos de pronunciación más que sospechosa. Nada que ver con la refinada elegancia del francés, del que el célebre Chalín, periodista de sociales (casorios, viajes, éxitos de ciudadanos distinguidos y otras minucias locales) fue profesor, aunque nunca supe ni cómo ni por qué. Del “Rena” sólo queda un patético frontispicio que acredita el tiempo que vivió.
El Atenas llegó tarde y duró poco, estaba frente al Inferniño. Al Avenida apenas iba, daba buenas películas y todavía hoy se conserva  cerrado, lleva así décadas. Para rematar, en el cuartel de Infantería de Mérida ponían, los domingos a las siete, una película por el módico precio de una peseta. Aún me veo de camino, acompañando a mi madre, por aquel paseo de fornidos y poderosos árboles, hasta llegar al cuartel.
La tele, el vídeo, el deuvedé y otras novedades, junto con un evidente retraerse de la gente a la cómoda privacidad de sus casas, provocaron la caída súbita y total de los cines.
¡Aquellos cines de Ferrol!Yo necesitaba algunos minutos para volver, después de “vivir” ensimismado por las imágenes, a la villana realidad, a mi pequeñez cotidiana. Debo al cine, como la gente de mi generación, parte de lo mejor de mis años de formación, de aprendizaje; años de infancia y adolescencia que son, a la postre, nuestro más querido y cerrado paraíso. Con razón algunos cines llevan ese nombre: Cine Paraíso; esto es, el alto cielo, las más altas gradas de cines y teatros. n

 

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