La sociedad enredada

Lo pernicioso, triste y abyecto  de las redes sociales –esa lacra del progreso– es por evidente descripción en sí misma, el libre acceso que cualquiera, en su sentido más plano y literal, puede tener a ellas, sin otra contención condicionante que su potencial posibilidad técnica. Naturalmente, la consecuencia más nociva de esta “democratización” es que queda fulminada, y del todo desnuda en su patetismo inútil, aquella prevención de Sartre cuando en su notable ensayo “¿Qué es la literatura?” advertía, después de teorizar sobre el compromiso del escritor y su tiempo, que, grosso modo, “no puede escribir cualquiera”, y matizaba de manera inequívocamente contundente, “ni siquiera quien tiene algo que decir”.  
Pues bien, ante esta situación, lo menos que tendría que ocurrir es que resultara tan obvio como necesario extremar, depurar, el sentido de lo selecto, dejando para el pudridero del peor lenguaje, de los desahogos simiescos, de las gesticulaciones dialécticas más primarias, de las conductas rapaces y torvas, de esos eructos de bilis y humores, la consideración de cierto submundo sin rango posible de categoría moral ascendente, sólo vinculado en mayor responsabilidad exigente a la implacable acción, en su caso, de la justicia, y desde luego ajeno a todo valor o influencia social y política, mucho menos de orden relevante, antes al contrario, habría de canalizarse una corriente de oprobio y desprestigio hacia quienes se sirvieran o jalearan las ocurrencias y opiniones de esos opinantes, digamos, de dudoso criterio en todos los sentidos. Antes o después, estoy seguro, esto tendrá que ser así, por propia consecuencia supremacista de la inteligencia y la bondad y, desde luego, también, por razones estrictas de higiene social. 
Cierto, en el concreto caso de España, el asunto es más delicado y difícil de abordar, con las huestes enredadas muchas veces en las propias instituciones, promoviendo el vandalismo dialéctico como tabula rasa en su demagogia calculada, verdadera condición de energúmenos sociales y políticos, a los que su desnuda condición cultural y la falta de criterios éticos, nada digamos religiosos, les permiten todo exceso y les exime de cualquier atisbo de escrúpulo en conciencia crítica. 
Con todo, no puede ser confundida, de ninguna manera, por muchas similitudes fonéticas que las acerquen, la libertad de expresión con la libertad de expansión, y resulta imprescindible, y cada vez más urgente, que se delimite jurídicamente con máximo rigor penal y sin esa ambigüedad interpretativa, en ocasiones tan desesperante y desmoralizadora, qué ámbito, uno u otro, se corresponde con la expresión legítima de las ideas  y cuál es directa y simplemente acción delictiva, con todas sus consecuencias. Mayoritariamente, en las redes sociales se practica la libertad de expansión, es muy obvio, y además con muy manifiestas y explícitas intenciones políticas. Si el pensamiento, como se dice, no delinque, la libertad de expansión sí, cada día, y lastima la esencia mejor de la sociedad.

La sociedad enredada

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