Las políticas centristas, que presentan en su discurso perfiles que las singularizan, se traducen en la búsqueda de soluciones prácticas que serán necesariamente sectoriales, y de alcance limitado, pero susceptibles siempre de desarrollos ulteriores, porque se encuadran en la búsqueda del bien general y son de carácter abierto, es decir, soluciones nunca definitivas ni totales.
El trípode necesario para sostener un proyecto político de estas características viene determinado por la buena preparación profesional, la capacidad de diálogo y el respeto a las normas éticas. Sobre este triple soporte puede abordarse una política que tiene entre sus primera exigencias la eficiencia. Las políticas de centro son políticas de resultados pero no obtenidos de cualquier forma. Si el objetivo último de la acción política son cotas más altas de libertad y participación convendremos que la naturaleza de los bienes políticos últimos es, a veces, escasamente tangible, y más si consideramos que implica un compromiso moral del individuo, decidido a acceder a formas de vida más humanas, de las que sólo él puede ser protagonista. Por eso estas políticas se traducen en bienes (sanidad, educación, ...), en acceso a los bienes de la cultura, en acceso a los asuntos públicos. Es decir, realizaciones concretas que facilitan o posibilitan aquellos bienes en los que el ciudadano se tiene que implicar. Escrito de otra manera, los objetivos últimos, los ideales que alientan la vida política no son contabilizables, pero los pasos concretos de la política de cada día, la adecuación de las reformas a aquellos objetivos, sí son evaluables.
Este sentido práctico obliga a orientarse a la realidad, y constituye una ayuda para la superación de los prejuicios ideológicos. Porque el sentido práctico no comulga bien con el sentido ideológico. Sin embargo cuando el sentido práctico se desvincula del proyecto, de los objetivos políticos de largo alcance, se cae en el pragmatismo y en la tecnocracia. Por eso en una política de centro que renuncia al discurso político, el proyecto se guía sólo por las mayorías sociales y cae en el oportunismo. En ese caso el reformismo perdería su sentido auténtico. La eficiencia significa buscar resultados efectivos, con el mínimo coste, y significa también rigor: en el discurso y en las cuentas. Engordar exageradamente el déficit público no contribuirá nunca al bienestar social, sino que tal práctica se reduce simple y llanamente a hipotecarlo. Satisfacer las expectativas sociales mediante actuaciones inflacionistas, no es hacer política, es practicar el ilusionismo. Decir trabajo para todos aunque el Estado se empeñe hasta el cuello, es sencillamente demagogia: nadie puede querer pan para hoy y hambre para mañana, a no ser que esté en las últimas.
Por otra parte la capacidad de diálogo es el antídoto contra la prepotencia que pueda propiciar la competencia profesional, y el sentido ético la vacuna contra un pragmatismo que ponga los resultados por encima de cualquier consideración.