El pensamiento bipolar, hoy cada vez más presente a causa de los populismos engendrados por la falta de sensibilidad de los poderes políticos y económicos en tantas latitudes, exige permanentemente la confrontación y el enfrentamiento. Quienes sostienen tal forma de entender la realidad piensan por pares de ideas opuestas, mutuamente excluyentes, exigidas la una por la otra, explicadas la una desde la otra, pero irreconciliables la una con la otra.
Es cierto que nuestro modo de concebir la realidad responde en ocasiones a ese esquema. Incluso es posible que esta forma intelectual de proceder perfeccione nuestro modo de acercarnos a la realidad circundante. Sin embargo, lo que puede ser nocivo es pretender absolutizar ese método de oposiciones conceptuales, considerando este procedimiento como el único legítimo de comprender y explicar la realidad.
Pensar que el conflicto es la base del conocimiento y de la interpretación social y política no deja de constituir una manera predeterminada, cargada de prejuicios. La realidad, empero, desborda cualquier esquema de pensamiento y nuestro conocimiento, como sabemos, no es sino una aproximación a una realidad que es inagotable en sus facetas, en sus matices y en su desarrollo. Por ello, no hay un método único, absoluto, para descubrirla e interpretarla. Afortunadamente.
El Estado moderno, por necesidad histórica, por consecuencia ideológica, por exigencia constructiva, absolutizó su estructura, llegando a contemplarse como la culminación del proceso histórico universal.
Y de ese modo sujetó los territorios a él adscritos a la lógica uniformadora y homogeneizadora, negando a sus pueblos, en términos generales, la posibilidad, escribámoslo así, de la autoidentificación. Las brutales experiencias derivadas de esa concepción –de modo excepcional el Estado nacionalsocialista y los diversos Estados comunistas– y el asentamiento de la doctrina de los derechos humanos contribuyeron a provocar una honda revisión de los fundamentos del Estado y de sus atribuciones teóricas y prácticas.
El ser humano, la persona, se constituyen como un cierto ámbito de soberanía, en el sentido de que la capacidad de acción del Estado sobre ella se ve seriamente limitada. Las Entidades particulares comienzan en algunos casos a tomar carta de naturaleza política, mediante procedimientos autonómicos, regionales o federales, según los casos. Los procesos de internacionalización y globalización conducen a una interrelación que difumina los férreos límites y fronteras impuestos por el Estado decimonónico, abriéndose un proceso de integración en estructuras políticas más amplias.
España se encuentra ejemplarmente inmersa en ese proceso. De un Estado fuertemente centralizado y uniforme, hemos pasado, en virtud de la Constitución de 1978, a un Estado autonómico, plural, que reconoce políticamente las realidades propias de los territorios y pueblos. Esto no es retórica, porque nuestra experiencia, la de todos los españoles en estas décadas de régimen democrático, testimonia inequívocamente esta aseveración.
El Estado tiene que dejar de ser lo que fue hasta ahora: un órgano de atribuciones ilimitadas sobre los ciudadanos. Además, tampoco se debe pretender crear, al amparo de ese proceso novedoso, nuevos Estados según un patrón que se debe abandonar. El Estado no debe dejar de ser Estado, pero debe posibilitar, como ya se hace en España, el desarrollo de los Entes autonómicos, comunitarios. Los Entes particulares –del tipo que sea- deben autoafirmarse como realidades políticas, pero sin pretender suplantar o subsumir el papel del Estado.
En eso consiste la superación del falso dilema al que se nos quiere enfrentar tantas veces: nacionalismo versus centralismo, centralismo versus nacionalismo. Pues bien, desde el pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario: ni nacionalismo, ni centralismo: autonomismo. En el caso gallego, ni centralismo ni nacionalismo, galleguismo.
Jaime Rodríguez-Arana es
Catedrático de Derecho Administrativo