La felicidad de la independencia

El mesías Tarradellas volvió a casa y dejó claro que no quería volver a marcharse. Con su “Ciutadans de Catalunya: ja sóc aquí!”, que en versión libre se podría traducir como “ciudadanos de Cataluña: de aquí no me mueve nadie”, dejó claro que ya estaba harto de vivir fuera de España.

Pujol, segunda persona de la Santísima Trinitat, tampoco se quería mover. De boquilla sí, pero lo que de verdad le hacía feliz era el mercadeo con el Gobierno de Madrid al que le daban derecho sus diputados. Los charnegos Montilla y Carod querían hacer oposiciones a apóstoles, pero no pasaron ni de discípulos, así que es mejor pasar por alto su etapa.

Mas tiene también sus aspiraciones; altas, por cierto. Es la tercera persona de la Santísima Trinitat, pero quiere pasar a ser la primera para codearse con la Moreneta. Y, hala, ahí va, un referéndum para separarse de España. Los vascos, que tiene fama de ser más brutos que los catalanes, lo intentaron también hace unos años y así le fue. Acabaron con un socialista como lehendakari con el apoyo del PP. O sea el peligro que conlleva el secesionismo no es ninguna broma.

Y, claro, después de Cataluña y el País Vasco, le tocaría a la otra nacionalidad histórica, Galicia, que tiene por costumbre llegar tarde a todas partes. La falta del AVE tiene mucha culpa de esa impuntualidad, pero tampoco toda. Con ese magno aeropuerto que es Lavacolla se puede cubrir esa deficiencia, aunque con el riesgo de coger un avión de Ryanair y salir volando hacia el hospital nada más aterrizar.

Pero si se convocase la consulta popular y saliese el sí a la independencia sería muy divertido. Porque si los analistas aseguran que la secesión haría que la renta de Cataluña cayese a los niveles de Chipre, la de Galicia descendería hasta emparejarse con la de Kosovo. Como no se podría pedir el rescate a Bruselas, porque o Estado galego habría sido expulsado automáticamente de la Unión Europea, habría que volver a la autarquía.

Los pinos serían más rumorosos. Plantaciones inmensas de grelos y de patatas alfombrarían el país. El ferrado volvería a ser la unidad de medida en el campo. Infinitos rebaños de vacas pastarían en el campo. Las agencias de viajes serían un negocio floreciente gracias a la venta de billetes para los emigrantes, que pasados unos años volverían a casa para abrir bares con nombres tan gallegos como Buenos Aires o Basilea. Los astilleros, si sus empleados aún recordasen lo que es trabajar, estarían a plena producción construyendo pesqueros. O Apóstolo recuperaría su nombre auténtico: Prisciliano. El Deportivo y el Celta se disputarían el título de la Liga todas las temporadas. El Pelegrín renacería para convertirse en la imagen de cara al exterior y llegaría a competir con Mickey Mouse y con Asterix... ¡Qué felices seríamos!

 

La felicidad de la independencia

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