Simpatías y antipatías

En estos tiempos turbulentos, en los que tanto proliferan las violencias y las divisiones, es menester activar otro espíritu más solidario, con un ropaje de pensamiento más positivo y bondadoso. Para empezar, no hay nada tan cruel como un sentimiento de antipatía. El antipático no suele encontrar motivo alguno ni para sonreír. Lo ve todo negro y se irrita permanentemente por cualquier cosa. Ojalá algún día modifiquemos nuestras actitudes de acoger más y mejor, de perdonar por principio, y de alentar otra existencia más humana, asumiendo los valores de las diversas culturas. 
Unirse es lo propio de una raza pensante. Trabajar juntos por si mismo ya es un avance. Y luego está ese lazo de hermanamiento, de simpatía humana, que es lo que realmente nos ensambla a las personas de todas las naciones y lenguas. Al fin y al cabo, lo fundamental es lograr que nuestro mundo se armonice y cumpla su misión de referente armónico a través del respeto mutuo. 
Precisamente, esto mismo, lo decía hace unos días el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, “al acordar los pasos para completar las interconexiones energéticas entre Francia, Portugal y España, pues al mejorar la cooperación regional, estamos fortaleciendo la seguridad del suministro de energía en toda Europa, cumpliendo de este modo la promesa de convertir al continente en el número uno en energías limpias y renovables”. Por eso, es importante la acción, poner la palabra exacta en los hechos, al menos para que se nos ablanden los corazones. 
Predicar por predicar no es efectivo, se requiere de una conciencia que nos active la ilusión por unirnos, con una actitud de servidores siempre, máxime en un momento de tantos conflictos e indecencias. Por desgracia, el auxilio es cada vez más necesario, yo diría que imprescindible. Quizás no se nos deba pedir que estemos en guardia siempre, pero sí que estemos siempre en disposición de socorrer. No bajemos jamás los brazos. Hay mucha gente que nos necesita con esa mirada cercana. Téngase en cuenta que el auge y resurgimiento de la violencia de género en medio de los peligros continúa a pesar de que desde hace diez años el Consejo de Seguridad lo tiene catalogado como una seria amenaza para la paz. 
En consecuencia, que la ciudadanía se ponga en el lugar del otro, implica afinidad, inclinación mutua y amabilidad, valores que nos instan a esperanzarnos con signos más elocuentes, que no es otro camino que la vuelta a una solidaridad desinteresada, y, por ende, con un vuelco de las finanzas a esa ética en favor del ser humano. En este sentido, algunos líderes que suelen gobernar más que servir, les animo a considerar las palabras de un sabio de la antigüedad: “No compartir con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos, sino suyos”. Ya está bien de que proliferen, junto a esta atmósfera de terror, un rechazo generalizado hacia nuestros análogos más vulnerables y débiles. 
Indudablemente, cercano al espíritu antipático crece una tendencia galopante de aprovechar todas las ocasiones para perjudicar a los demás. Esto es grave, gravísimo, pues como decía el escritor suizo, de origen alemán, Hermann Hesse (1877-1962): “cuando odiamos a alguien, odiamos en su imagen algo que está dentro de nosotros”. Desde luego, retroceder al odio es tan arcaico que nos deja sin alma, y el alma, es nuestro mayor tesoro. No lo despilfarremos en venganzas.
Hoy más que nunca se precisa configurar un orden global verdaderamente sostenible, basado en reglas compartidas, tal y como sostiene el documento de reflexión sobre el aprovechamiento de la globalización de la Unión Europea. Lo fundamental, a mi manera de ver, no es ya solo una mejor redistribución más equitativa de la riqueza, sino también un eficiente uso de ese patrimonio común, empezando por abordar conductas perjudiciales e injustas como la evasión fiscal, o subsidios innecesarios que lo único que favorecen son acciones oportunistas, sin calado alguno en la mejora de actitudes ciudadanas. A mí no me sirve este modelo de desarrollo global que nos enfrenta, que es incapaz de hacer justicia y de reinsertar vidas excluidas y marginadas por nosotros mismos. Por eso, hace falta una cultura menos hipócrita, más auténtica, sobre todo a la hora de reivindicar la dignidad de la vida humana. 

Simpatías y antipatías

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