Puigdemont no existe

si bien esto de del “procés”, hoy exangüe por autoconsunción pese a los disturbios “pacíficos” que acompañan su postrer suspiro, ha estado jalonado de toda suerte de episodios delirantes, estrafalarios y pueriles, forzando a los españoles, incluida la mayoría de los catalanes, a tratar de entenderlos, lo que uno no se explicará nunca es qué demonios han visto los independentistas en una criatura tan aparatosamente banal como la que atiende al nombre de Carles Puigdemont.
Diríase que un objetivo, un plan, un ideal como el de la independencia de Cataluña, que no es otra cosa que el intento de una minoría trabucaire de sustraer a los españoles una porción de su patrimonio comunal, requeriría, dada la envergadura del propósito, de un conductor que, a las características propias de los líderes carismáticos, añadiera la cualidad de una gran inteligencia. Es decir; un soñador tan potente, tan puro, que por su inteligencia (también emocional y creativa) contagiara a sus seguidores la idea que tan maravillosamente expresó María Zambrano, la de que no puede ser cierto nada que no pueda ser soñado. Pero este Puigdemont, que al fin prueba el acíbar carcelario que creía haber endosado a sus pares mientras él zanganeaba a gastos pagados por Europa, ¿qué inteligencia tiene, qué ideales contagia, qué emoción desprende, qué sueños ciertos sueña?
Al sobeteo de la palabra “democracia”, que ya ha heredado ese Roger Torrent que tanto se parece a Trapero (y más por dentro que por fuera), es para lo único que, en puridad, exhibe alguna destreza ese señor aferrado a su imposible aire juvenil. Es verdad que el fanatismo, esa ceguera que se incuba en la masa, lamina la realidad, y también que la adoración de la masa secesionista a Puigdemont se corresponde con lo que se ha inventado que simboliza, nada menos que la libertad guiando al pueblo en pos de la independencia feliz, pero también lo es que pasma que entre esos dos millones de insurrectos no haya nadie que vea lo que los dos millones tienen delante de sus dos millones de narices: un tipo cuco, narcisista, comediante, monocorde en todos los sentidos y severamente limitado, por su grosero materialismo, para soñar.
Si bien esto del “procés” ha llegado a donde no podía sino llegar, dejando un rastro de traición y mal rollo, uno no alcanzará a explicarse nunca qué han visto tantos donde no había nada, absolutamente nada, que ver.

Puigdemont no existe

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