La ley de la calle

En el arranque de otra semana endiablada, todo sugiere que, a falta de sumisión a las leyes, a las generales del Estado y a las particulares del Estatuto de autonomía, el Gobierno de la Generalitat podría decantarse por obedecer la única ley que se le antoja favorable, la ley de la calle.
La ley de la calle, como la escuela de la calle, la universidad de la calle, la calle misma, es nada, ruido, intemperie, pero en este caso tiene la ventaja para los gerifaltes de la secesión de que la van dictando ellos mismos según las circunstancias y sus conveniencias. Legitimidad para la traición, para el robo de una parte de un país, para la abolición de la soberanía del pueblo, para el fraude institucional y la mentira sistemática como armas políticas, no se reconoce en ningún código del mundo, pero en la calle sí, y a esa ley tan muelle y tan laxa podrían acogerse. Nada hay tan manipulable como las emociones de la masa, y esa es la tinta con la que se va improvisando la redacción de esa ley cimarrona.
Aplicado el 155, esperemos que sin el concurso de zotes que confundan la firmeza con la brutalidad como ocurrió el 1-O, al sanedrín faccioso no le quedará otra que echar mano a tope de sus huestes románticas, perfectamente instruidas y disciplinadas por Omnium, la ANC, la escuela y TV3. Pocos individuos habrá en esas huestes que, antes de luirse y desaparecer en ellas, hayan leído a Gabriel Celaya, que no era independentista catalán: “A solas soy alguien,/ valgo lo que valgo./ En la calle nadie/ vale lo que vale”. Para los Puigdemones y los Junqueras, las personas no hace falta que valgan más que para hacer bulto y para protegerles a ellos llevándose las bofetadas.
Los de la CUP, esos sobreestimados almogávares de la acción directa, ya han dicho que tienen ultimado el plan de “desobediencia” que vendría a completar el espectro de la ley de la calle, y las masas inducidas a la insurgencia no pierden ocasión de corear, a su vez, “la calle siempre será nuestra”. No deja de ser una pena, ciertamente, que un pueblo tan admirable y valioso como el catalán, una parte de él, se haya dejado embaucar, camelar, por cuatro charlatanes sin sustancia para acabar en la calle.

La ley de la calle

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