De Ghandi a Puigdemont

En alguna ocasión, los cabecillas del secesionismo catalán han llegado, en su delirio narcisista, a reputarse epígonos de Gandhi. Antes al contrario, los hechos han venido demostrando que, puestos a buscar en la India de la primera mitad del siglo XX exóticos y peregrinos modelos independentistas, más cerca estarían del impresentable Savarkar, o, cuando menos, de su ideario xenófobo, supremacista y excluyente.
Mahatma Gandhi proclamaba su fe en la lucha y en la resistencia pacíficas no porque la India rebelada contra el imperio británico careciera de la fuerza necesaria para sacudirse violentamente su yugo, sino porque creía en la paz, en la concordia, en la inclusión, en la tolerancia y en la multiconfesionalidad como único medio no ya de alcanzar la independencia, sino de labrar a partir de ella una sociedad mejor, más justa, más igualitaria. Adscrito forzosamente a la lucha pacífica, que no de grado ni por imperativo de la conciencia, ¿qué sociedad mejor propone el aventurerismo sedicioso si en su búsqueda no emplea sino la farsa, la soberbia del rico, la mentira, el clasismo, la traición institucional incluso a sus propios fueros y la tensión callejera, propicia siempre a desbordarse? 
Es verdad que para lo que podía ocurrir en punto a violencia, apenas ha ocurrido nada, y ello a pesar tanto del fanatismo independentista inoculado en la masa como de la torpeza y rusticidad del anterior Gobierno, cuya política basculó de la inacción absoluta al garrotazo y tente tieso sin parada intermedia. Tampoco los rifirrafes a cuenta de lazos amarillos, performances, pancartas y declaraciones incendiarias, exhibidas con clara intención retadora y contestadas en general por particulares imbuidos de un trasnochado reaccionarismo, han devenido en lo que podría temerse de una sociedad, la catalana, cada vez más y más radicalmente escindida, pero ante las fechas señaladas que se aproximan, 11-S y 1-O sobre todo, y las intenciones de la pareja Torra-Puigdemont de tensar la situación para ver qué rascan, no estaría de más que, junto a su política de apaciguamiento o como complemento de ella, el Gobierno de Sánchez expresara con rotundidad su intención de no permitir ni una sola violencia, sea del tipo que fuese.
De Gandhi a Puigdemont, o a Torra, hay, como mínimo, la misma distancia que de la India de 1947 a la España de 2018. Pero las armas, particularmente las de la estupidez, las carga el diablo.  

De Ghandi a Puigdemont

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