Fragas do Eume

Mis pies descalzos tocaban el gigantesco tambor de la Tierra, y a su vez, el aliento de la vegetación húmeda que respiraba a su través era tan puro y tan vivificante que purgaba mis pulmones de todo aquello que no fuese esa música y esa plenitud. 
Debajo de mis pasos, una sinfonía de sensaciones increíbles y extasiantes mantenía mi mente completamente libre de pensamientos, sin ningún esfuerzo por mi parte, haciendo posible el milagro de sentirme como uno más de los innúmeros animales salvajes que en ese Paraíso olvidado por la civilización  tienen su Reino imperecedero (lobos, jabalís, ciervos, nutrias, zorros, tejones, garduñas, jinetas, sapos, salamandras, culebras, y por esos breves pero inolvidables momentos, un servidor). 
Cada paso era una absoluta delicia en sí mismo, y las Fragas enteras eran un buffete una vez que uno se había rendido al impulso natural de descalzarse, mandar la carretera asfaltada al carallo, y adentrarse sin más restricciones en el corazón de un lugar tan mágico que sólo podía ser vivido de verdad con el uso de todos los sentidos posibles (adiós, molestos profilácticos de mis pies, a la mochila que os vais). 
Sendas tapizadas con suave hojarasca de castaños y robles, que sería crujiente de no estar empapada como una esponja, sendas gélidas como los arroyos que las atravesaban desbordándolas de un lodo tan fragante como las ramas de los laureles que asomaban entre los robles y los castaños de tanto en tanto, sendas tan cubiertas de helechos e hierbas silvestres de todo tipo, bullentes de insectos, que sólo me inspiraban reverencia a cada paso, intentando en lo posible no dañar ni una sóla de esas formas de vida con las que me podía sentir tan emparentado... 
Pero no todo eran suaves caricias en esos parajes que, no lo olvidemos, si por algo destacan es por ser salvajes. En tanto más se adentraba uno en las Fragas, más fácil le era encontrarse con sendas pedregosas y empinadas donde lo mejor que se podía hacer era olvidarse del tiempo en su totalidad para pisar los peñascos con suavidad y no lastimarse, ayudándose de las manos en precario equilibrio. 
En algunos tramos había que hacer verdaderas contorsiones y proezas de equilibrio a la vez para no despeñarse, y entonces uno ya no sabía muy bien si sentirse como un lagarto, o una cabra; no importa, hacía ya ¿horas? que en el coche había dejado aparcadas todas las definiciones cotidianas de mí mismo. Estas fugaces pistas de escalada se alternaban más pronto que tarde con sendas de tierra suelta que se inclinaban hacia abajo en ángulos tan imposibles que, por increíble que parezca, había que ayudarse en el descenso con cuerdas tendidas entre un árbol y otro... en estos momentos el suspense era tal que, con todos los nervios de la mente humana nuevamente a flor de piel, uno se podía sentir como un Indiana Jones celtíbero, en busca de algún maldito templo (el monasterio de Caaveiro) que personalmente, preferiría no encontrarlo nunca, para que esa travesía nunca terminase. 
De tanto en tanto, enormes bloques de piedra granítica emergían aquí y allá, tan cubiertos de musgo, líquenes, raíces desesperadas por tocar suelo y árboles que si crecían allí era tan sólo por falta de espacio, que hacían del reino mineral y el reino vegetal una única deidad en esas catedrales naturales. Tras haber trepado a su techo, con no pocos esfuerzos, las vistas del río Eume eran tan magníficas, que había que hacer un esfuerzo por continuar respirando. 
Por si toda esa sinestesia fuese poca (donde los colores se habían vuelto tacto y aroma a la vez), un lienzo compuesto por todas las variedades disponibles de turquesa y verde, con algún que otro destello de azul celeste obsequiado por un día increíblemente soleado que conseguía burlar la abundante vegetación, se mezclaba en hipnótica y perpetua fusión con el murmullo de las aguas, que desdibujaba y volvía a dibujar el lienzo a cada instante. Y éste a su vez se mezclaba con el rugido de rápidos desniveles lejanos y cercanos, volviéndose lívido cuando se desvanecía en el estruendo de una breve cascada. 
En un tramo del río tuve el gusto de conocer a un enorme cormorán pardo que, aposentado en una piedra/islote, digería con goce regio un atracón reciente de truchas, como si del soberano de esas aguas multicolores se tratase. Su largo pescuezo, no obstante, parecía no perder de vista a posibles futuras piezas de pesca. No me resistí a acercarme a la orilla del río todo lo que pude para hacerle una foto; estando descalzo debí de acercarme demasiado, porque muy rápidamente echó a volar indignado. Su estómago estaba tan lleno que volaba a ras de agua chocando sus alas contra el tapiz con gran estrépito, mientras se apuraba en alcanzar tierra con una expresión de preocupación suprema, pareciendo que si no lo conseguía a tiempo, terminaría por hundirse con su fresco botín; esto me pareció el colmo de lo cómico en tal grado que no pude evitar estallar en muy sonoras carcajadas, que a su vez se dispersaron en un eco que atravesó el valle del río de punta a punta. 
Detuve entonces mi vista en la arena fangosa de mi alrededor, y pude observar una miríada de huellas de pájaros y mamíferos que hablaban por sí sólas. Y de qué manera... 
En esos momentos, la plenitud era máxima. Había sucedido lo increíble; me había vuelto un niño de nuevo. Gracias, Fragas... porque me hicisteis recordar un bienestar primigenio, inexpresable, del cual nunca jamás quise perder su recuerdo.

Fragas do Eume

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