Programa, programa, programa

Julio Anguita es un político coherente, honesto y capaz. Capaz, por ejemplo, de ser alcalde en una coalición formada por el Partido Comunista de España, el PSOE, la UCD de Adolfo Suárez, y el Partido Socialista de Andalucía. Vamos, como decía un amigo mío, solo le podían superar las Falanges Comunistas del Niño Jesús, formación inventada en tiempos de la Transición, como verbigracia de la voluntad de amplio espectro.

En mi tierra aragonesa, al ciudadano del perfil de Julio Anguita se le denomina un hombre cabal, es decir, hombre ajustado, exacto, terminado. Y Julio Anguita, experto en coaliciones desde su alcaldía de Córdoba, cuando años más tarde se le presentaban opciones de coaligarse, siempre repetía que lo importantes no era la ideología, sino el programa: “Programa, programa, programa”, y lo repetía tres veces para evitar confusiones.

Me he acordado de Julio Anguita, porque la mayoría de los partidos políticos anhelantes de que seamos felices ya han presentado sus programas. Ahora bien, está demostrado, empíricamente, que el porcentaje de personas que se leen los programas de los partidos, antes de votar, es mucho más bajo que el porcentaje de telespectadores de la Segunda Cadena, ante la emisión grabada de una ópera de título perfectamente desconocido. Quiero decir, que a excepción de los periodistas de la cosa –y no todos– y de los asesores de campaña de los partidos rivales, con objeto de descubrir algún renuncio, la apasionante lectura de los programas de los partidos políticos es tan determinante como el canto de la lechuza del macizo ibérico sobre la pesca en el Mediterráneo.

“Programa, programa, programa” repetía Anguita con didáctica machacona. Pero la anécdota despacha a la categoría, el gesto al discurso. Y votamos una fotografía, un eslogan, un recuerdo o una intuición. Rarísimas veces un programa.

Programa, programa, programa

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