ENTRE COMERCIOS

En los años sesenta era Ferrol una ciudad vital, en crecimiento, afirmada en la solidez de dos pilares: Astano y Bazán. El “pito” de Bazán marcaba en cierta medida el ritmo de la vida urbana y el auge de la construcción naval determinaba la intensa actividad de pequeñas empresas auxiliares y el incremento de población a base de trabajadores que provenían de toda Galicia y aun de fuera.
Consecuentemente, bares y cafeterías, en horas de tarde y fines de semana, estaban “de bote en bote”, como se decía, y abarrotado aparecía el estadio del Inferniño, los domingos a las 5, especialmente en los derbys ferrolano-coruñeses (Villa ladra contra Villa podre) en los que los verdes contaban con la contundencia defensiva de los hermanos Anca, la filigrana en el regate de Suco (luego fichado por el Barcelona), los malabarismos del negrito Franklin en la portería y, cómo no, con el joven Marcelino, que nos hizo felices con su gol de cabeza, rasante, que la “araña negra” (Yashin) no pudo parar y nos hizo campeones de Europa de selecciones por vez primera. La eclosión del baloncesto fue posterior y tuvo en Anicet Lavodrama a su figura más estelar.
El pequeño comercio urbano conoció tiempos de prosperidad y bonanza. Para vestirnos estaban Rafael y Vicente (“Todo nuevo”); Taca, Pedregal, Simeón, Olmedo o la popular “La Pilarica” (La reina del vestir); los mejores helados, en La Ibense; para menaje y electrodomésticos, Couto; los sombreros, en Monzón; la librería Helios, un foro cultural; Gascón y otras pastelerías se ocupaban de endulzarnos el paladar; los ultramarinos selectos, en casa Amador; mercería de lujo, El Cisne; juguetes, en el concurrido y popular Tobaris; bolsos y complementos, en Barros; zapatos en Pepe Rodríguez, Blanco, La Fábrica o Pereiro; en fin, eran innumerables los bares, cafeterías y restaurantes; de estos últimos, Pataquiña tenía fama.
A la gente, en Ferrol, le gustaba estrenar, y era Semana Santa, con su esplendor (tantas veces pasado por agua), época propicia. La “falda tubo” conoció gran auge, seguida años después por la “mini” aperturista. A las medias se les “cogían puntos”  con unas sencillas máquinas que unas muchachas trabajadoras manejaban en algunos portales tras un pequeño mostrador. Otra novedad fue la llegada del “tergal”, que no se arrugaba. “Dar la vuelta” a cuellos y puños de camisa era trabajo diario de modistería casera. Empezaba a difundirse, para acelerar y facilitar el consumo la compra a plazos, en accesibles cuotas, para desahogo de las familias más modestas. Los militares y los obreros de la construcción naval se beneficiaban de los economatos, que hacían competencia desleal al pequeño comercio, ahogado años después por supermercados y grandes superficies.
Ferrol se nutría , sociológicamente, de una masa obrera, otra militar y, en medio, pequeño comercio y servicios. La presencia de uniformes era ostensible, pero había grados y la Marina se llevaba la palma.
Muchos de sus jefes (también los del ejército de Tierra) se aprovechaban para tener trabajando en su casa, como servicio gratuito, a los mozos que hacían la mili, y que lo mismo limpiaban ventanas que sacaban a los retoños a jugar y merendar en parques y jardines.
De ahí se pasó a celebrar alguna fiesta privada en el edificio de Capitanía. ¡Todo gratis! En un céntrico edificio, la Telefónica de “las matildes” hacía su agosto con soldados y marineros que llamaban a sus casas en Andalucía o Extremadura u otras regiones. El tiempo de los móviles estaba aún muy lejano y las llamas “de conferencia” sufrían demoras y fallos de las líneas, amén de algunas impertinencias de las señoritas telefonistas de turno. El gran Gila, a quien la Telefónica debió haber nombrado “telefonista honoris causa”, hizo parodia de aspectos de la vida nacional e incluso de la Guerra Civil en aquellas memorables “llamadas” en las que nos desternillábamos de risa.
Este que les escribe era un aficionado a la gaseosa, fuese “Los quince hermanos” o “Lanzós”.En materia de panes, Pan Piana era casi obligado. Los “picaderos” tenían que ser del Sakuska.
El pantalón largo, con sus ventajas de “mayor”, se hacían de rogar y no llegaba hasta los diecisiete años (mes arriba, año abajo).
El primer refresco que llegó a Ferrol lo bebí en el café Nueva York. Se llamaba Nik y era la novedad que abriría paso a la fiebre refresqueril que culminó en la Coca-Cola. Y buena memoria guardo de aquellos extraordinarios zapatos de goma marca “Gorila”. ¡Una maravilla! A la par llegaban las bonitas “katiuskas”, porque la lluvia era pertinaz.
Yo acompañaba con frecuencia a mi madre en sus salidas de compras. Cierto día entramos en Rafael y Vicente, cuyos dependientes eran expertos en telas y tejidos amén de tratar a la clientela con profesional dedicación. Ante el mostrador, a nuestro lado, una señora, acompañada de su hija, se dirigía a uno de ellos (acaso a Arsenio): “Pues verá, se me casa la niña (de niña tenía poco, que yo recuerde) y necesitamos cinco metros de tul ilusión”. El dependiente, algo cariacontecido, le replicó: “Señora, tul ya no tenemos...¡sólo nos queda la ilusión!”. Lo que sí tenía Rafael y Vicente era un contrato con la Marina para confeccionar los uniformes; cierto año, creo, se les adelantó  El Corte Inglés y lo perdieron, lo que precipitó su cierre. De perder y de pérdidas iba a saber mucho nuestro Ferrol, pero eso vendría después; eso sí, arrasando con casi todo. En esas estamos, a ver si escampa.

 

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