Todos santos, todos difuntos, todos muertos

La boca sabe al amargo desdén que arrastran osarios y cenizas, el aire huele a la fría humedad de los sepulcros, los dedos se desgañitan en asearlos de flores y oraciones y la voz se quiebra en el vivo afán de nombralos y adorarlos a todos como no lo es debido a ninguno. 
Son nuestros santos y difuntos, todos muertos, todos vivos en la celebración de una fecha en el calendario de los ritos funerarios. Fue su día, y se entiende, pero por qué una vez ha pasado se sigue mascando el hedor del crisantemo en descomposición y llenando la nariz con el ignoto perfume de las tumbas. Por qué esta terca permanencia de la muerte y los muertos en la santidad de todo aquello que como sociedad saboreemos, olemos y tocamos.
Estamos muertos, es eso, tanto como ellos y como ellos a la espera de que las viejas plañideras ideológicas de nuestro mundo político vengan a llorarnos, a llenarnos de flores y oraciones, a visitarnos con el sobrecogimiento propio y el impropio asco con que se visitan los cementerios. 
Vivir de prestado es triste, morir en lo prestado doloroso, que te honren con asco, indigno de cualquiera que se precie. Pero nosotros no nos apreciamos, nos odiamos y por eso no nos duele ese asco, es más, consciente de que lo damos, lo asumimos y vestimos con orgullo, tanto que no dudamos en reclamarlo ante nuestras instituciones y las europeas que nos visitan con la fúnebre esperanza de quien lo hace con aquel que no la tiene.

Todos santos, todos difuntos, todos muertos

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