Piños, pisos y tiburones

NIo debería verse uno, que siempre ha sido un cero a la izquierda, en la necesidad de pedir otra vez un uno seguido de tantos ceros a la derecha. Digo que izquierdas y derechas deberían ser más vigilantes con estas vicisitudes que tienen a un servidor y esposa, no con una mano delante y otra detrás, ya nos gustaría, pero sí con la que atenaza el gaznate donde más duele: el techo que nos cobija, las cuatro paredes que nos velan en el desvelo de los días y nos resguardan de las buenas inclemencias del clima. Bienes inmuebles les llaman, panteones deberían nombrarlos, visten por muebles los de nuestras desamuebladas vidas.

En fin, que teníamos piso propio, a golpe de medio siglo de apretar los dientes, tanto, que se fueron quebrando. 

Digo teníamos, y digo bien, porque era nuestro desde el punto y hora en que cancelamos la hipoteca. Un día feliz, para celebrar, y lo hicimos, tanto que en el festín de la carne magra se me fue un diente y con él, los dos que este sujetaba, y de miedo, la muela que quedaba. Una pena de boca que le enseñé a la Seguridad Social. Me despacharon hablando de lujo. El único, y de nacimiento, les dije, y se rieron a gusto. 

El caso es que fui por lo privado y aquí estoy privado de juicio, firmando una hipoteca a diez años, los que entienden me restan para no poner el peligro su banco y en subasta el piso.

Moriré, eso sí, con todos los dientes que nací y perdí. Más me valiera haber nacido tiburón.

Piños, pisos y tiburones

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