Piel

Legado del alma a la carne que nos confiere sensibilidad para que seamos ella en lo esencial de ese ocioso quehacer que es la caricia; esa que nos permite sentir y sentirnos aun cercados por el más rotundo de los silencios, incluso sumidos en la más profunda oscuridad, y sin saber a qué sabemos y sin tocar ni tocarnos. 

Hacerlo, digo, lejos de los sentidos, aunque suene a necedad, porque todos tenemos por cierto que la caricia nace del tacto y que él es uno de ellos. Y es cierto, pero no tiene porqué serlo esa certeza, tocar no es acariciar, en ella habita una voluntad ajena a ese gesto, alejada de esa utilidad. 

Cuando acariciamos hacemos sonar el magnífico instrumento que hemos heredado del alma para un fin distinto a cualquier otro de los muchos que demanda la vida, y también de esos a que obliga lo social. La caricia, de la mano de la piel, obedece a una necesidad esencial, la de percibirnos como lo que somos, parte de ese todo que es lo singular. Ese ser sin fronteras y a la vez fronterizo con todo, ese que es único y que por esa misma razón es capaz de ser el otro de verdad, sin intromisión, ni afán de colonizarlo, ni pretensión de poseerlo, con la sola y única intención de compartirse. 

La caricia es la plenitud de lo singular, música del alma en el último horizonte de nuestro ser,armónica danza en el más próximo de los de ese universo al que no dejamos de pertenecer, ese, al que en las tardes del alma nombramos piel.

Piel

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