La rebeldía de la obediencia

Ver a los ciudadanos catalanes atados a una obediencia territorial, identitaria y cultural es doloroso; oír y ver a quienes la dirigen, insoportable para el entendimiento. Si esos son sus caudillos, si sus mendaces discursos, fraudulentas ideologías y penosos embustes los colman, cabe pensar que no queda en ellos el menor atisbo de sana razón y sentido de autocrítica. 

Que son capaces de descreer de ellos para creer en una panda de mediocres que no van más allá de organizar una estafa piramidal basada en el agravio, en la que el producto a comercializar no es tanto la identidad como el resarcirse y la regalía una república feliz, en la que sus líderes vivirán en mansiones y ellos en pisitos de barrio, educarán a sus hijos en escuelas prefabricadas, con maestros de oficio, el del nacionalismo, que los enseñarán a sentir sin pensar y sin sentirse, y se morirán en desasistidos hospitales o en largas colas de espera. 

Terrible, pero lo es aún más comprender que en ese vano esfuerzo sacrifican en ellos y desprecian en los demás el divino rasgo de la singularidad, única identidad y espacio que por su autenticidad merece obediencia y guarda razón para mostrarnos rebeldes.

No obstante, no creo que sean pacíficos “borregos” felices de serlo, son acérrimos militantes y feroces combatientes de la más peligrosa de las rebeldías, la de la ciega obediencia, ella es quien los ofusca y convierte, paradójicamente, en seres sin identidad.

La rebeldía de la obediencia

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