Convención de Ginebra

Un niño chino recorre todos los días cinco kilómetros para ir a la escuela. Llega con el cabello escarchado y las manos congeladas.
La noticia nos estremece, el niño nos duele en nuestra selecta mesnada infantil y en nuestras infantes ínfulas ideológicas.
Y es que aún creemos poder cambiar nuestro mundo con la vieja novedad del comunismo. Ser, digo, como la comunista China de esa infamia de niños abandonados a la suerte del crudo invierno.
En un mundo alejado del feroz capitalismo cabe esperar que nadie sea tan rico como para comprar un edificio en Madrid y llenar de tiendas de baratijas Europa, sin embargo, lo son, ricos y capaces de esa expansión de bajo coste, y a eso le llamamos el milagro chino y a lo del niño una triste secuela.
Leyendo esa terrible evidencia, cunde, no sin razón, la desesperanza, pero esa disfunción eréctil de la virtud, se ve colmada al conocer que la civilizada Suiza va a prohibir por ley que se cuezan vivas las langostas. Precisando que los crustáceos que arriben en el país no podrán viajar hacinados sino de forma individual y en primera.
Así se las gastan los habitantes de este neutral país horadado de bancos donde cualquier traficante de langostas, o de blancas, o de sus sueños sociales, podrá seguir abriendo una cuenta secreta donde guardar los pingües beneficios que le produzca esa ilegal actividad.
Y, cómo no, cualquier chino que se haya hecho rico explotando niños de escarcha y hambre.

Convención de Ginebra

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