La pesadilla

Anoche tuve un sueño. En mi mente aparecía, como en una película en blanco y negro, un niño con pantalones cortos, una camiseta y un jersey con agujeros en los codos y unos zapatos con las suelas desgastadas y los efectos propios de las patadas al balón y a las piedras del camino. Era domingo y, tras el salivazo de rigor en el dedo que hacía las veces de peine, salía con la raya al lado y el pelo pegado camino de la iglesia. Algunos de sus amigos ya no tenían esa obligación, ni estaban expuestos a la tortura del qué dirán. Podían jugar a las canicas o al trompo sin tener que dar explicaciones después sobre como iba vestido el cura y qué había dicho en el púlpito.

Entre vuelta y vuelta, la visión avanzaba en el tiempo en el que cualquier comentario sobre política era tabú y solo se podía hablar de esos temas entre susurros. Ya no digo nada si alguna pregunta tenía que ver con los “rojos”. Sobresaltado, me desperté con la cara impregnada de de sudor y encendí la televisión para olvidar la tortura que Morfeo me había impuesto. Puse un informativo al azar y mis glándulas sudoríparas lejos de relajarse se alteraron todavía más hasta el punto de que los efectos ya se dejaban ver en el pijama.

En el monitor aparecían unos señores que se enorgullecían de pertenecer a la derecha sin complejos, de haber conseguido representación parlamentaria en Andalucía, que estaban en alza en el resto de España y que defendían una educación concertada y segregada y que la violencia machista era un término a erradicar porque para ellos no existía.

Tuve que beber un vaso de agua para despejarme. Quizá seguiría en esa fase del sueño en la que todavía no se es consciente de la realidad. Pero al dar el último trago, y ya en otro canal por aquello de contrastar la información, me entero de que esos mismos abogan por una policía de fronteras para expulsar a los inmigrantes, al mismo tiempo de que en su política cultural prima el apoyo a los toros, a la caza, al flamenco y a la Semana Santa.

No puede ser, pensé. Apagué el televisor que me hipnotizaba y abrí un periódico para comprobar si lo que había visto en la caja tonta solo era el fruto de mi imaginación, pero nada más comenzar a leer me sobresalté. Mi sueño era más real de lo que parecía y a partir de ahí el sudor se volvió frío y entre temblores reflexioné que la ultraderecha tenía que llegar a España tarde o temprano.

Quizá estuvo siempre presente, aunque disimulada y camuflada en los últimos años, pero ahora, con el auge del extremismo en Europa, se ha despojado de todas sus alforjas para marcar la agenda política tras su irrupción en el parlamento andaluz con doce diputados y un pacto que arrastra al PP y que también afecta a Ciudadanos, pese a su insistencia en la equidistancia.

Sonó el despertador y su monótona música hizo que poco a poco me desperezara para iniciar la actividad diaria con el runrún en mi cabeza de lo que me había sucedido por la noche no era un sueño, sino una pesadilla, que no es otra cosa que el reflejo de nuestros miedos y preocupaciones.

La pesadilla

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