Una Iglesia que se muere

En 1833, Antonio Rosmini terminó de escribir su polémica obra “Las cinco llagas de la Iglesia”, cuyo título se inspira en el discurso con el que el papa Inocencio IV inauguró el I concilio de Lyon en 1245, en el cual comparaba con Cristo crucificado a la iglesia, la cual, como Él, también mostraba cinco llagas.

Las cinco llagas que Rosmini ve en la Iglesia son: la división entre el clero y el pueblo; la insuficiente formación del clero; la desunión entre los obispos; el nombramiento de éstos, abandonado al poder laico; y la servidumbre de los bienes eclesiásticos.

En efecto, desde el siglo VI, los cristianos, que habían sido hasta pocos años antes ferozmente perseguidos y que se habían constituido en paladines de la libertad de conciencia, aprendieron muy pronto a utilizar las armas de la represión contra sus adversarios y perseguidores de otras épocas.

En sus orígenes bíblicos y patrísticos, es toda la Iglesia la que celebra la eucaristía, y es la eucaristía la que hace y constituye la iglesia, pero a partir del segundo milenio, la eucaristía es celebrada por el clero, y éste es el que constituye la iglesia: la iglesia es ante todo la Jerarquía, creándose así la gran división eclesial entre el clero y los fieles. Los laicos pasan a ser sujetos meramente pasivos en la Iglesia, en el culto y en toda la vida eclesial.

La iglesia no puede limitarse a anunciar la Palabra, suscitar adhesión a la fe y convertirse en una iglesia de rebaños, de masas, o de gente no convertida, sino que debe buscar la transformación de la persona y de la historia por la fuerza del Espíritu.

La moral cristiana no puede reducirse al cumplimiento legal de unos preceptos morales o de unos cánones, sino que se orienta a una vida nueva en el Espíritu, capaz de recrear en cada momento el Evangelio.

Los profetas del Antiguo Testamento y el propio Jesucristo critican duramente la conducta de quienes se creen justificados por el hecho de celebrar con toda corrección el culto a Dios, mientras olvidan todas las exigencias de la caridad fraterna y de la justicia.

No se puede engañar a Dios. A Dios no lo ciegan los sacrificios y las ceremonias.

“Jesús se puso de pie y alzó la voz diciendo: si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva” (Jn 27,28).

Jesucristo inaugura un nuevo culto que sólo podrá realizarse mediante la acción del Espíritu Santo (Jn 4, 23: 7,37). Cristo no desautoriza el culto religioso como no lo desautorizaron los profetas. Pero subraya con toda energía la autenticidad con que se ha de participar en una celebración si se quiere agradar a Dios (Mt 15,10: 5,23)

Los dirigentes religiosos están muy preocupados ante la indiferencia y la frialdad religiosa que se manifiesta incluso entre sus propios feligreses. Las grandes iglesias enseñaron a sus fieles lo ficticio y no la realidad de Cristo. Por esto, muchas personas sienten un vacío enorme, pues aprendieron a cumplir con ritos, con normas rutinarias, y a vivir con lo que satisface la carne. Nunca fueron convertidos a una vida nueva. “El que es nacido de carne, carne es” (Jn 3,6).

Todo lo que se realiza según la carne, aún en el terreno religioso no puede producir frutos espirituales.

Si a las multitudes se les enseñase el cristo evangélico no veríamos estos estados de crisis colectiva y los Jerarcas no tendrían motivos para preocuparse y alarmarse.

El hecho de que muchos fieles se pasen a las sectas no es algo que pueda considerarse intrascendente. Se debe, en realidad, a una insatisfacción religiosa. En las sectas, las gentes encuentran comunidades pequeñas y de grandes lazos afectivos, donde cada uno se siente valorado por lo que es; donde se permite la participación directa de todos; donde los ministros suelen ser personas que pertenecen al pueblo… y además, las celebraciones son vivas, alegres y fraternas.

Así las cosas, un pueblo que no encuentra en la religión la manera de transformar eficazmente su situación tiende a acudir a las sectas en busca de una ayuda y alivio a sus males.

Las palabras que K. Rahaner escribió para el sínodo de la Iglesia alemana siguen teniendo actualidad hoy en día: “¿Dónde se habla con lenguas de fuego de Dios y de su amor? ¿Dónde se mencionan los mandamientos de Dios, no como un penoso deber que cumplir, sino como una gloriosa liberación del hombre o de la angustia vital y del egoísmo frustrante? ¿Dónde en la Iglesia no sólo se ora, sino que se experimenta la oración como un don pentecostal del Espíritu, como una gracia sublime…?”

Para que la salvación de Cristo llegue a los hombres de nuestro tiempo, es tan insustituible la acción de los laicos, según su vocación propia, como la acción de los pastores.

En el decreto conciliar sobre la actividad misionera de la Iglesia se reafirma esta exigencia clerical sobre el apostolado laico:

“La iglesia no está plenamente formada, ni vive plenamente, ni es representación perfecta de Cristo entre las gentes, mientras no exista y trabaje con la Jerarquía un laicado propiamente dicho. Porque el Evangelio no puede penetrar profundamente en las conciencias, en la vida y en el trabajo del pueblo sin la presencia activa de los seglares” (AG 21)

¿Se ocupan de manera efectiva la mayor parte del clero y religiosos en despertar y orientar esta vocación apostólica en los seglares?

Prediquemos el genuino Evangelio de Cristo y no atiborremos las almas con tantas obligaciones rituales. Y siempre acudamos al Señor con fe.

 Para resucitar con Cristo, es necesario morir con Cristo. Necesitamos  más disidentes jerárquicos y de a pie. Ellos son quienes se atreven a desafiar la jerarquía y el resto de miembros de la iglesia aceptar la inevitabilidad de la muerte, o la necesidad de dejar partir lo que apostólicamente ha dejado de ser relevante, pues como dice Jn 12,24: “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto”.

Una Iglesia que se muere

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