Todos somos sacerdotes

odos somos sacerdotes, todas y todos nacimos para serlo, aunque algunos lo nieguen y digan que sólo los consagrados se merecen ese tratamiento.
La Iglesia que fundó Jesús es el nuevo Pueblo de Dios: un pueblo sacerdotal, profético y real. Jesucristo es Aquel a quien el Padre ha ungido con el Espíritu Santo y lo ha constituido “Sacerdote, profeta y Rey”. “Todo el pueblo de Dios participa de estas tres funciones y tiene las responsabilidades de misión y de servicio que se derivan de ellas”, indica el catecismo (783)
El papa Francisco también nos ha advertido del peligro del clericalismo.
Clerical es el sacerdote encerrado en sí mismo, en sus propios horizontes, que no consulta, que no da espacio a los demás, sobre todo a los laicos, ni les reconoce el papel que tienen en la Iglesia.
Los sacerdotes clericales consideran que pueden dominar, sobre todo a los pobres y a los ignorantes, y que pertenecen de alguna manera a una casta, por lo que se atribuyen privilegios y poderes. El clericalismo daña a los laicos porque les impide crecer como cristianos adultos y comprometidos, pero también daña a los sacerdotes porque genera una distorsión en su misión.
La élite pensante eclesial ha desconfiado mucho de la capacidad de los laicos y se ha conformado pacíficamente con “la fe del carbonero”. ¿Qué hacemos con quienes de hecho no tienen una formación suficiente, una capacidad adecuada de resistencia y de respuesta?
Se cierran librerías religiosas con el pretexto de que no son rentables. Algunos eclesiásticos han caído en la trampa de la planificación y el mercado, aplicando a la iglesia católica las formas del sistema.
No cabe duda que a la autoridad le resulta más simpático un súbdito pasivo y receptivo que uno que interroga y creativo. Así, podemos escuchar predicaciones que parecen correcciones y llamadas de atención, y no precisamente fraternas, como si la misión de los sacerdotes fuera recriminar y amonestar en lugar de ilusionar y animar a sus fieles. Esto también es fruto de un clericalismo que abunda mucho en la Iglesia, como ha dicho el Papa. Hay sacerdotes que se sienten más dueños que servidores: “ Aquí quien manda soy yo”. Sus homilías no son sino el reflejo de esa autoridad trasnochada.
La gente está cansada de su trabajo de toda la semana y lo que no quieren ni necesitan es que, encima, alguien les eche una bronca.
Adorarse a sí mismo es tarea placentera. Y en ésta, se ven más los llamados “hombres públicos” que, como pasan la vida subidos a plataformas, púlpitos y pedestales, tienen fácil tendencia a olvidar su altura; pero esta clase de personas son las que se odian a sí mismos, son los no se perdonan por no haber realizado sus sueños. Son personas decepcionadas de sí mismas y convierten su decepción en amargura y mal café.
Quizás en nuestra Iglesia necesitemos obispos como el colombiano Gerardo Valencia. Este obispo tenía en muy alto concepto al seglar: sabía que la grandeza del hombre le viene de que es creación de Dios, de que fuimos hechos a su imagen y semejanza y luego, después del pecado original, redimidos por Cristo, por el bautismo, alcanzamos nuestra máxima grandeza de hijos de Dios e, incorporados al cuerpo místico de Cristo, de copartícipes de su realeza y de su sacerdocio.
Para Monseñor Gerardo Valencia, la mujer es igual al hombre, por tanto es tan llamada al apostolado y a la predicación del Evangelio, como el hombre.
Estoy de acuerdo con este hombre de Dios. El cristianismo tiene su origen en Jesús de Nazaret, pero Jesús no fue sacerdote. Jesús fue un laico, que vivió y enseñó un mensaje como laico. Jesús reunió un grupo de discípulos y nombró doce apóstoles, pero aquel grupo estaba compuesto por hombres y mujeres que iban con él de pueblo en pueblo (Lc 8,13 Mc 15, 40-41)
La iglesia vivió durante casi doscientos años sin sacerdotes. La comunidad celebraba la eucaristía, pero nunca se dice que la presidiera un “sacerdote” En las comunidades cristianas había responsables o encargados de diversas tareas, pero no se los consideraba hombres especialmente “sagrados” o consagrados.
Jesús fue laico, no sacerdote. No quiso reformar las instituciones sacrales antiguas, ni crear unas nuevas, sino potenciar los valores de la vida, partiendo de los excluidos, en línea de gratuidad, siendo asesinado por ello. Sus seguidores creyeron en él y fundaron comunidades para mantener su memoria, centrada en el mensaje de Reino, del perdón y del pan compartido.
La afirmación reformada del sacerdocio universal de todos los fieles (1 Pedro 2:9; Apoc 1:6; 5:10) impulsa, lógicamente, un proceso de progresiva democratización dentro de la Iglesia y, por consiguiente, dentro del mundo moderno.
El pastor ha de ir por delante de la grey, pero no tanto con la autoridad vivida como poder, sino vivida como servicio gratuito, respetuoso y humilde. Así lo hizo el Señor Jesús que vino, no a ser servido, sino a servir.
Hoy día, tanto en círculos católicos como protestantes, se reconocen los carismas de todos los fieles y se cuestiona constantemente el clericalismo. El poder mundano no atrae a nadie.
La prueba la tenemos en la cruz de Cristo, que ejerce un poder infinitamente mayor que el poder mundano. Jesús, desde la cruz, nos atrae. Me vienen a la mente aquellas palabras del Magnificat: “Su abrazo intervendrá con fuerza, desbarata los planes de los arrogantes, derriba del trono a los poderosos y exalta a los humildes. A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos”.
¿Qué pasaría si se acabaran los sacerdotes en la Iglesia? Simplemente que la Iglesia recuperaría, en la práctica, el modelo original que Jesús quiso. Lo que pasaría, por tanto, es que la Iglesia sería más auténtica. Una Iglesia más presente en el pueblo y entre los ciudadanos. Una Iglesia sin clero, sin funcionarios, sin dignidades que dividen y separan. Sólo así retomaríamos el camino que siguió el movimiento de Jesús; un movimiento profético, carismático, secular.

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