La resistencia cívica

El derecho a la resistencia ha tenido, a lo largo del tiempo, diferentes entendimientos en función del modelo de gobierno imperante. En el pasado, el derecho a la resistencia, por ejemplo, justificó la Revolución norteamericana, la inglesa o la francesa,  para proceder a una alteración radical de la naturaleza del gobierno. En el caso de Francia se produjo una transformación radical del orden político, mientras en el mundo anglosajón, al menos en el Inglaterra, el cambio se realizó para renovar los pactos medievales. 

Tras la Revolución francesa, la Constitución de 1793 reconoce el derecho a la resistencia como uno de los principales derechos naturales junto a la libertad y el derecho a la seguridad. Poco tiempo después será la burguesía gala, quien más y mejor se benefició de la Revolución de 1789,  quien montaría todo un sistema político y normativo sobre la base de los privilegios y prerrogativas construidos por ella misma para encaramarse al poder. En este contexto, se elimina el derecho a la resistencia, ese derecho que fue instrumentalizado por la burguesía para alcanzar la rectoría de los asuntos públicos pero que ahora convenía desterrar porque por fin llegó el nuevo orden que salvará al hombre por mor de la iluminación y la ilustración inherente a la salvadora Revolución. Así, de un plumazo, desparece el derecho a la resistencia, un derecho que en el Estado de Derecho habrá de canalizarse a través de los recursos, reclamaciones, garantías y demás instrumentos de impugnación de actos y normas del poder público que el Ordenamiento jurídico facilita a personas físicas y a personas jurídicas.

Se resiste, pues, a través de los recursos y demás medios de censura jurídica previstos en el Ordenamiento jurídico.  Esta es la gran falacia de una Revolución que pretendió instaurar un positivismo jurídico blindando la posición de una clase social que pensó que estaría permanentemente en el poder por los siglos de los siglos.

Tendrá que ser el preámbulo de la Carta de las Naciones Unidas de 1948, dando un salto de varios siglos, quien nos recuerde que el régimen de Derecho, el Estado de Derecho, permite la resistencia en su dimensión fáctica extrema, la rebelión o la insurrección, contra la opresión o la tiranía, es decir contra la lesión de los derechos humanos, que se convierten así en el principal canon de legitimidad a que debe responder la acción de gobierno que se quiera tildar de legítima. Exponentes de esta perspectiva fáctica de la resistencia las encontramos recientemente en los países musulmanes del Norte de Africa que protagonizaron rebeliones contra sistemas de gobierno autoritarios en los que las situaciones de excepción se prolongaban, sin justificación, por largas décadas.

En Europa serán los alemanes los que en 1968, en una reforma de la Constitución de Bonn,  quienes acogen una perspectiva fáctica del derecho a la resistencia que autoriza al pueblo a su ejercicio cuando efectivamente se lesionen los valores constitucionales. Resistencia, pues, para la defensa de la Constitución. También, desde otra perspectiva, la Constitución griega o la portuguesa, como reacción, a regímenes autoritarios, recogerán en su seno el derecho a la resistencia. En Italia, tras un encendido debate constitucional, resolverían excluir este derecho de la Carta Magna por entender, no sin razón, que es inmanente al principio cardinal de la soberanía popular y a la centralidad jurídica de la dignidad del ser humano. Igual interpretación puede deducirse del Derecho Constitucional español, que reconoce la objeción de conciencia y desde luego la soberanía popular mandando que los derechos inviolables inherentes al ser humano y el libre desarrollo de la personalidad son el fundamento del orden político y la paz social.

Hoy, ante el regreso del totalitarismo, en cualesquiera de sus formas y manifestaciones, no siempre grosero o explícito, vuelve a cobrar actualidad un derecho humano que reconoce y protege la libertad y los derechos fundamentales frente a regimenes politicos dirigidos resueltamente a ahogar la vida social, a impeder el pluralismo y a cegar cualquier atisbo de crítica.  No podemos dormirnos en los laureles porque la impronta totalitaria está al acecho, dispuesta a aprovechar cualquier atisbo de debilidad en la defensa de las libertades para volver a tomar el timón. El mayor antídoto, el ejercicio cotidiano, y sin miedo, de todas y cada una de las libertades. Si no lo hacemos, alguien lo hará por nosotros, y bien que lo lamentaremos.

La resistencia cívica

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