La participación

afirmar que la libertad de los ciudadanos es el objetivo primero de la acción política significa, pues, en primer lugar, perfeccionar, mejorar, los mecanismos constitucionales, políticos y jurídicos que definen el Estado de derecho como marco de libertades. Pero en segundo lugar, y de modo más importante aún, significa crear las condiciones para que cada hombre y cada mujer encuentren a su alrededor el campo efectivo, la cancha, en la que jugar –libremente- su papel activo, en el que desarrollar su opción personal, en la que realizar creativamente su aportación al desarrollo de la sociedad en la que está integrado. Creadas esas condiciones, el ejercicio real de la libertad depende inmediata y únicamente de los propios ciudadanos, de cada ciudadano.
La participación, junto con la libertad, son, también,  objetivos políticos de primer orden. Incluso, por su carácter último, y por lo que supone de horizonte tendencial nunca plenamente alcanzado, podríamos hablar de la participación como finalidad política.
La participación política del ciudadano, debe ser entendida como finalidad y también como método. La crisis a la que hoy asisten las democracias, o más genéricamente las sociedades occidentales, en las que se habla a veces de una insatisfacción incluso profunda ante el distanciamiento que se produce entre lo que se llama vida oficial y vida real, manifestada en síntomas variados, exige una regeneración de la vida democrática. Pero la vida democrática significa ante todo, la acción y el protagonismo de los ciudadanos, la participación. 
Sin embargo, frente a lo que algunos entienden, que consideran la participación únicamente como la participación directa y efectiva en los mecanismos políticos de decisión, la participación debe ser entendida de un modo más general, como protagonismo civil de los ciudadanos, como participación cívica. 
En este terreno dos errores de bulto debe evitar el político: invadir con su acción los márgenes dilatados de la vida civil, de la sociedad, sometiendo las multiformes manifestaciones de la libre iniciativa de los ciudadanos a sus dictados; y otro tan nefasto como el anterior, el de pretender que todos los ciudadanos entren en el juego de la política del mismo modo que él lo hace, ahormando entonces la constitución social mediante la imposición de un estilo de participación que no es para todos, que no todos están dispuestos a asumir.
No puede verse en esta última afirmación un aplauso para quien decide inhibirse de su responsabilidad política de ciudadano en la cosa pública. Insistimos en que de lo que se trata es de respetar la multitud de fórmulas en que los ciudadanos deciden integrarse, participar en los asuntos públicos, cuyas dimensiones no se reducen, ni muchísimo menos, a los márgenes –que siempre serán estrechos- de lo que llamamos habitualmente vida política. Hablamos, pues, fundamentalmente de participación cívica, en cualquiera de sus manifestaciones: en la vida asociativa, en el entorno vecinal, en el laboral y empresarial, etc. Y ahí se incluye, en el grado que cada ciudadano considere oportuno, su participación política.
Al político le corresponde, pues, un protagonismo político, pero la vida política –insisto- no agota las dimensiones múltiples de la vida cívica, y el político no debe caer en la tentación de erigirse él como único referente de la vida social. La empresa, la ciencia, la cultura, el trabajo, la educación, la vida doméstica, etc, tienen sus propios actores, a los que el político no puede desplazar o menoscabar sin incurrir en actitudes sectarias absolutamente repudiables desde el centro político. 
Hablar de participación es hablar también de cooperación. La participación es siempre “participación con”. De ahí que el protagonismo de cada individuo es en realidad coprotagonismo, que se traduce necesariamente en la conjugación de dos conceptos claves para la articulación de una política centrada en la persona: autonomía e integración, las dos patas sobre las que se aplica el principio de subsidiariedad. En ningún ámbito de la vida política debe ser absorbido por instancias superiores lo que las inferiores puedan realizar con eficacia y justicia.
Estos dos conceptos, por otra parte, están en correspondencia con la doble dimensión de la persona, la individual y la social, la de su intimidad y la de su exterioridad. Insistimos en que se trata de la doble dimensión de un mismo individuo, no de dos realidades diferenciadas y distantes, que puedan tener una atención diversa. Más bien, la una nunca actúa ni se entiende adecuadamente sin la otra. 
Si la libertad –en el plano moral- es en última instancia una consecución, un logro personal; si la participación, el protagonismo en la vida pública –sea por el procedimiento y en el ámbito que sea- sólo puede ser consecuencia de una opción personalmente realizada; la solidaridad es constitutivamente una acción libre, sólo puede comprenderse como un acto de libre participación.

La participación

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