La intolerancia que destruye

Cada vez hay más intolerantes. No es un problema de derechas ni de izquierdas ni de españoles o de otro país. Existe la intolerancia de los nacionalismos y da igual que hablemos de Cataluña que de Gran Bretaña, de Puigdemont y Torra que de Boris Johnson o de Trump. Es posible que sea un efecto de la incertidumbre en que vivimos, de la nula influencia o desaparición de los intelectuales o de la incapacidad de la clase política para dar respuestas diferentes y no simples a los problemas. Crece la intolerancia al otro. No solo al diferente, que esa está en los genes de quienes vivimos en la libertad y en la abundancia, sino al que piensa de otra manera. Hay un nacionalismo intolerante que antes que perder una batalla prefiere “morir en una cuneta”, como ha dicho Boris el Grande. O la de quien, como Torra, la máxima autoridad del Estado español en Cataluña, califica de “aberrante” una sentencia que aún no se ha dictado, afirma que la ley no se debe aplicar a todos por igual, invita a la revolución callejera y a la desobediencia a los tribunales.

La intolerancia está en cada uno de nosotros. Hay quien fomenta esa aversión al inmigrante, pero que en el fondo esconde un rechazo solo al inmigrante pobre. Los que tienen dinero son acogidos con las puertas abiertas. Los políticos españoles son tan intolerantes que son incapaces de hablar, de debatir sobre los problemas, de poner sus ideas encima de la mesa y ser capaces de aceptar las de los otros. “O aceptas mis propuestas sin rechistar o no hay acuerdo”. Firmas acuerdos de gobierno, pero rechazas identificarte con el socio. Las intolerancias dentro de los propios partidos acaban en enfrentamientos y despellejamientos. Derecha e izquierda son intolerantes internamente y frente a frente. También el Brexit es una prueba de intolerancia con el otro, con el de fuera, con el europeo como si Europa fuera la responsable de que Gran Bretaña haya perdido su norte. Y tanto en el caso catalán como en el británico, quienes defienden ese nacionalismo intolerante saben que las consecuencias económicas y sociales de esa pretendida separación serán muy duras para los ciudadanos a los que dicen defender.

El marketing, el cortoplacismo, la necesidad de llegar al poder o conservarlo al precio que sea y por encima de cualquier otro objetivo, el desprecio a los rivales, marca a nuestros líderes. Decía Ortega que vivimos rodeados de gentes que no se estiman a sí mismas y casi siempre con razón... Periodistas, políticos y profesores componen, por tal razón, el Estado Mayor de la envidia, que como dice Quevedo, va tan flaca y amarilla porque no come. Lo que hoy llamamos opinión pública y democracia no es en gran parte sino la purulenta secreción de estas almas rencorosas. No hemos cambiado mucho.

Para solucionar los problemas que tienen nuestras sociedades se necesitan aliados y no enemigos. Los problemas colectivos no se solucionan con el enfrentamiento sino con el acuerdo. El diagnóstico de muchos de los problemas es común, pero la intolerancia y la distorsión intencionada de la verdad, impiden soluciones compartidas. Unos medios y unos políticos intolerantes abocan a una sociedad intolerante. Y una sociedad intolerante es una amenaza real para la democracia y la convivencia.

La intolerancia que destruye

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