La destrucción de la clase media

Pienso que nunca se ha vivido en España, en Europa y en muchos otros lugares del mundo como se vive ahora. Nunca tantas personas han tenido acceso a la salud, a la educación y a la alimentación. Incluso a la justicia para reclamar derechos. O a la tecnología. Nunca ha habido una cultura de defensa de los derechos humanos como ahora. La información vuela en segundos desde cualquier lugar del mundo a cualquier otro. Y eso es poder.

Tal vez por eso es más difícil ocultar las enormes desigualdades entre sociedades o entre países. Y por eso mismo será imposible frenar la huida de millones de ciudadanos perseguidos, que viven en medio de guerras fratricidas o que son víctimas de abusos y violaciones de todos sus derechos, no solo los físicos. Crece la desigualdad y los más ricos son más ricos que nunca, mientras los más pobres se acercan a la miseria, aunque dispongan de un teléfono móvil o de un televisor. La miseria es otra cosa, especialmente la imposibilidad de salir de ella.

Hay un fracaso rotundo de los postulados históricos de la izquierda, seguramente porque las clases medias emergentes desde la segunda mitad del siglo XX y cada vez más numerosas, fuertes y prósperas, trabajadoras y creadoras de una riqueza que podían disfrutar, acabaron con la lucha de clases tal y como la entendían –y algunos siguen tratando de entenderla– los sindicatos y los partidos de izquierda.

Quedan algunas reminiscencias pero las clases medias cohesionaron las sociedades europeas y el problema, ahora, es que después de haber sido exprimidas por Gobiernos de todo signo y condición, no solo se han estancado y son mucho menos numerosas, sino que su paulatina desatención amenaza la sociedad que hemos creado, plantea riesgos muy importantes de estabilidad y favorece el nacimiento de movimientos populistas, nacionalistas o independentistas que buscan la fractura social.

Esas otras clases sociales favorecidas por la última crisis son difíciles de tipificar porque responder a perfiles muy diversos, aunque tengan en ocasiones un carácter nacionalista y antiglobalización. 

Son las que han aupado los populismos de derechas o de izquierdas en países como Italia, España o Francia; o los extremismos más peligrosos como en Alemania, Austria o incluso Finlandia; las que se encierran en sí mismas como la Inglaterra del Brexit –es llamativo que solo se quieren independizar las regiones ricas, nunca las pobres–; o las que han llevado al poder a personas como Trump en Estados Unidos. Es, de alguna manera, el descontento de la que hasta ahora era la capa social más numerosa, pero que se ve amenazada por los más ricos -más que nunca en número y más ricos que nunca- y por los que están instalados en la pobreza extrema. El problema no es local, es europeo, incluso mundial.

O los Gobiernos devuelven el poder y la capacidad de las clases medias o asistiremos a la destrucción de los estándares de vida que hemos logrado y la pobreza será más extrema. Jared Diamond, un prestigioso intelectual norteamericano, afirma que “siempre ha habido sociedades que se destruyeron a sí mismas. El riesgo, ahora, es asistir a hundimiento del mundo entero”. Si no queremos estar en manos de los votantes y de los partidos furiosos, habrá que buscar unas clases medias fuertes y cohesionadas para salvar lo conseguido.

La destrucción de la clase media

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