Es la hora del jefe del Estado

nunca mayor que hoy el pánico ante el folio en blanco. No precisamente por no tener nada nuevo que decir. Al contrario: creo que hay mucho nuevo por decir y que pocos están diciendo. Y eso comporta una indudable responsabilidad. Por ejemplo, creo que es forzoso decir que ahora se hace más necesaria que nunca una intervención del jefe del Estado, que ponga fin, en esta hora de emergencia nacional, a disputas entre partidos, entre territorios y a querellas intestinas en el propio Gobierno, según los indicios que nos van llegando con profusión.
Tiempos como este que nos ha tocado experimentar exigen soluciones radicalmente nuevas que no solo afecten a nuestro aislamiento más o menos riguroso o a las medidas económicas que se nos anuncien el próximo martes. Lógicamente, un Ejecutivo formado con la precipitación con la que se formó, llegado al poder como llegó, que no siempre ha hecho honor a su palabra y que huye de las hemerotecas, despierta poca confianza en la ciudadanía. Una oposición que no ha sabido contribuir a frenar el deterioro político que se ha enseñoreado del país durante cuatro años tampoco suscita precisamente el entusiasmo callejero.
La gente busca culpables para cargar sobre ellos sus desgracias presentes. Me parece algo injusto echar ahora sobre Irene Montero y en su actitud prepotente el pasado 8 de marzo las responsabilidades de lo que nos ocurre; o acusar con el índice al vicepresidente Iglesias por haberse ‘saltado’ la cuarentena cuando a los demás se nos confinaba; o lanzarse a asegurar que el Gobierno actuó tarde, que el portavoz de Sanidad fue frívolo y complaciente en alguna de sus manifestaciones, que...
Es lógico, pero ahora poco práctico, distinguir entre ‘buenos’ y ‘malos’ en el Gobierno y horadar la credibilidad, ya escasa sin duda, de quienes han de gestionar unos momentos angustiosos que tendrán consecuencias tremendas para una parte sensible de la población: puede que cien mil puestos de trabajo se hayan perdido ya desde el pasado lunes, me calcula una fuente a la que considero bien informada y realista. Los datos del paro que conoceremos a comienzos de abril serán pavorosos. Pero mejores que los de mayo. Y, para colmo, nuestros representantes toman la errónea decisión de cerrar, así como así, el Parlamento. Los juicios se han suspendido. El país, en general, se ha parado. Los presidentes de Cataluña y el País Vasco protestan ante la asunción de plenos poderes de Pedro Sánchez y sus cuatro ‘superministros’, que ahora son Margarita Robles, Fernando Grande Marlaska, José Luis Ábalos y, sobre todo, Salvador Illa, un desconocido para la generalidad de los españoles hasta hace un mes, un filósofo del Partido Socialista catalán a quien le ‘cayó’ el Ministerio de Sanidad como le podría haber tocado cualquier otra cosa. Dicen de él que es buena gente, con capacidad política, pero su carisma es muy mejorable. Si hay dudas acerca de que Sánchez sea el estadista para gerenciar esta terrible situación creada por un virus y de que este Gobierno, en su variopinta composición, sea el ideal para conducir este autobús hacia lo desconocido, también las hay de que un solo hombre, que para colmo ha perdido la intangibilidad de su portavoz, el antaño venerado Fernando Simón, pueda soportar sobre sus hombros la que le viene encima.
Me parece que la ciudadanía, que en general está, salvando algunas excepciones, teniendo un comportamiento casi ejemplar, anda desconcertada. Deseando aferrarse a certidumbres y valores. El que yo pienso que es el mejor rey que ha tenido la Historia de España es uno de ellos. de reforzarlos. Este es un momento que reclama un mensaje conciliador, de cariño y cercanía a su pueblo, por parte del jefe del Estado.

Es la hora del jefe del Estado

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