Un día para no olvidar

Leyendo un relato de un aspirante a militar profesional que estuvo embarcado en el buque escuela Galatea, me hizo recordar algunas vivencias de mi primer día en la Infantería de Marina. Un día que no fue precisamente de vino y rosas. 
Es verdad que cada experiencia es única. Ninguna es transferible o extrapolable, puesto que incluso siendo parecidas cada cual las vive a su manera. A ello hay que añadir que el relato en cuestión está ambientado en la década de 1950, una época mucho más dura que cuando este humilde junta letras fue llamado al servicio militar.
Pero hay cosas que no se olvidan. Y una de ellas es el contacto con lo militar, lo que llamaríamos ese primer día. El mío empieza con la llegada a la estación de trenes de Cartagena; éramos un grupo de reclutas llegados de Galicia. 
Debían ser las 11 de la mañana cuando nos bajamos del tren en aquella vetusta estación. Afuera nos esperaban varios camiones militares, cubiertos con lonas, con los motores en marcha y apestando a gasolina.
A su lado unos hombres vestidos de uniforme verde oliva, algunos con galones y otros con estrellas en sus gorras, nos miraban en silencio y desafiantes. De pronto la quietud se rompió y empezaron a vociferar y lanzar insultos que harían parecer “ruegos” a los de Clint Eastwood en la película, El sargento de hierro.
Se podría decir que aquella recepción nos había desbordado. Todo iba tan rápido que nuestras neuronas no tenían tiempo a “procesar” la nueva situación, era como si en aquella vieja estación hubiéramos dejado un mundo para entrar en otro. 
Al mediodía alcanzamos los predios del cuartel. En un instante nos vimos arrojados a un patio interior gigante, con unos soldados-oficinistas sentados detrás de unas mesas improvisadas para la ocasión. Cada uno armado con su máquina Hispano Olivetti, lista para teclear en unas fichas nuestros datos personales.
Al finalizar aquello, en un ambiente marcado por el surrealismo, un sargento nos ordenó formar una fila frente a la puerta de un almacén-vestuario, donde nos proporcionaron uniformes, botas de campaña, zapatos, jabón, toallas, etcétera, todo el vestuario que un soldado necesitaba.
Después nos condujeron a la barbería. En ella nos aguardaba un grupo de “esquiladores”, dispuestos a gozar de lo lindo con nuestras tiernas y largas –las de algunos– cabelleras. Cuando salimos de allí no nos reconocíamos. Nuestros cráneos eran lo más parecido a unas bolas de villar gigantes; casi metían miedo al susto. 
Aquel día parecía no terminar nunca. Muchos nervios, temores, emociones que jugaban malas pasadas. Aun parece que estoy viendo llorar a un muchacho de Barcelona; estaba el pobre tan asustado que no pudo contenerse.
La verdad es que el miedo nos dominaba a todos, puesto que el cambio había sido demasiado brusco; sin transición. Lo que ocurría es que algunos lo gestionábamos mejor que otros, adaptándonos más rápido.
Y así vivimos un intenso mes y medio, con sus días y sus noches, entre instrucción, fusiles máuser, toques de corneta, charlas teóricas y formaciones. Cada unidad tenía que cantar “La Madelón” o “Lili Marlen”, la mía tarareaba era esta última. Desconocía su origen. Hasta que un buen día me enteré que era la favorita de la Wehrmacht alemana en la Segunda Guerra Mundial.
Los suboficiales utilizaban con nosotros una psicología básica, muy rudimentaria, consistente en devaluarnos como personas, haciéndonos creer que éramos poca cosa. Eso sí, todo eso terminaba al jurar bandera. Después, nos decían, ya éramos soldados con valor. O al menos eso se nos suponía. 
Hay que reconocer que el primer día y los que siguieron no fueron nada fáciles, para algunos se convirtieron en infernales. En mi caso eso no sucedió. Traté incluso de buscarle el lado positivo a las cosas. Tan es así, que debo confesar que al final llegué a ver interesante la profesión militar; sobre todo a nivel de oficiales.  
A pesar de los sinsabores uno recuerda con cariño ciertas experiencias compartidas. Esas que unen y hacen a las personas solidarias, que construyen compañerismo. Valores que se echan tanto en falta en estos tiempos.

Un día para no olvidar

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