Los rostros de El Cairo

ulliciosa, destartalada, sucia, El Cairo nunca duerme.
En medio de un tráfico endiablado millones de personas pululan como polillas abarrotando calles y mercadillos, formando parte de la maquinaria del caos que mueve la ciudad y que, sin embargo, parece no alienarles. Personas y vehículos de toda índole se disputan sin normas cada centímetro cuadrado de una ciudad que es en sí misma un cóctel de culturas atrapada entre en el último tramo del Nilo y el desierto al que amenaza con devorar.
Desde la privilegiada situación de la ciudadela de Saladino en lo alto de una colina, se ve la ciudad como un conglomerado monocromo de barrios atravesados por calles polvorientas, un gigantesco escaparate de la decadencia envuelto en una densa atmósfera borrosa y gris que día tras día cubre de polvo sus desvencijados vecindarios. A los pies de la colina, como en un decorado ruinoso a punto de colapsar, vivos y muertos comparten el espacio entre tumbas y mausoleos en una especie de colmena inmune a la prometida paz y el silencio del cementerio. La Ciudad de los Muertos rompe los esquemas de cualquier occidental que se atreva a mirar por encima de sus muros y, sin embargo, el cementerio, como las milenarias pirámides, es el lugar donde la vida comienza, no solo como metáfora del más allá sino como la realidad diaria de millones de cairotas que viven en la pobreza.
 Desde la margen occidental del Nilo, las viejas moles de piedra de las pirámides se yerguen desafiantes sobre las arenas amarillas de un desierto que se extiende más allá de donde alcanza la vista, haciendo bueno el proverbio árabe que dice que “el hombre teme al tiempo, pero el tiempo teme a las pirámides”. Más de cuarenta siglos han pasado por las piedras más misteriosas que la humanidad haya podido imaginar y, sin embargo, ahí siguen, como moradas para la vida después de la muerte, soportando los rigores del desierto y avivando la curiosidad de todos, en un horizonte de colores cambiantes. 
Alimentando mitos descansa también la Esfinge, centinela de la necrópolis de Gizeh. El monstruo con cabeza humana y cuerpo de león que los árabes han llamado padre del terror se disuelve poco a poco en la arena azotado por el viento del desierto mientras sus pupilas huecas desafían a la invasora metrópoli.
El Cairo, la ciudad más grande de África tiene muchos rostros. Hogar  de musulmanes, cristianos coptos, católicos y ortodoxos y algunos judíos, es una ciudad cosmopolita donde la vida se desarrolla en las calles, los vehículos del ejército custodian los lugares emblemáticos, los panes se cuecen en las aceras y los tuc-tucs y carros tirados por burros circulan en medio de un tráfico infernal y el sonido de millones de bocinas.
Como un oasis de calma dentro del bullicio de la gran ciudad, el barrio Copto es un laberinto de calles estrechas y silenciosas donde la tradición sitúa a la Sagrada Familia durante su exilio en Egipto. En sus iglesias, amenazadas por la intolerancia y custodiadas por miembros del ejército armados hasta los dientes, se conserva la tradición según la cual las familias tatúan a sus hijos la cruz que les identifica como coptos y que llevan de por vida en sus muñecas, un símbolo de fe y pertenencia a un credo que para esta minoría, atrapada entre el escudo del ejército y la intolerancia extremista, se convierte en un estigma que los arrastra a la marginalidad y a la pobreza.
Más allá de la valiosa colección de sarcófagos, momias, joyas y esculturas que se exhiben en el Museo Egipcio, más allá de las hermosas mezquitas y los esbeltos minaretes que invocan a Alá desde todos los rincones de la ciudad, la grandeza de El Cairo radica en algo que no está a la vista ni aparece expuesto a la venta en los bazares como copia barata de algún valioso tesoro. Es algo que se intuye y que, necesariamente, habrá que buscar debajo del envoltorio. Y es que, de la misma manera que no siempre la belleza es capaz de ocultar la miseria, tampoco la miseria puede impedir que del abono maloliente una humilde flor obtenga su mejor perfume. 
Decadente, caótica, dura, El Cairo es de todos. ¿Será por eso que sus habitantes la llaman la Madre del Mundo?

Los rostros de El Cairo

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