Más allá del deber

respecto de la sanidad pública escuchamos a diario quejas y argumentos en contra tanto del carácter o la cordialidad del médico como de su propia profesionalidad. Y, si bien es cierto que la amabilidad y el trato cercano generan confianza, también lo es que la preocupación del profesional por la salud de sus pacientes es, a fin de cuentas, lo que puede convertir un resultado fatal en una esperanza firme.
Este artículo viene a colación porque una buena amiga me habló sobre dos casos que la impactaron sobremanera. El primero se trata de una paciente relativamente joven, con un diagnóstico de cáncer que, habiendo sido desahuciada por los médicos, solo aguardaba un final anunciado. De no haber sido por la férrea voluntad de su oncóloga, el final de esta historia no habría sido otro que el fatal desenlace esperado desde el principio. En busca de una última oportunidad, esta doctora envió a su paciente a una unidad de trasplantes donde se viene practicando desde el año 2.000 una técnica novedosa y un tanto revolucionaria. Aunque la paciente no necesitaba un trasplante, la intervención para tratar su enfermedad se realizó con éxito en esa misma unidad después de un vaivén burocrático que, en modo alguno, desanimó a su doctora. Y hasta el día de hoy la paciente sigue bien.
La pregunta clave aquí es ¿qué hubiera pasado si esa especialista se dedicara única y exclusivamente a rellenar el expediente y aceptar el diagnóstico inicial? Es fácil imaginárselo. 
El segundo caso trata de otra paciente que acude al servicio de urgencias  donde, a la vista del diagnóstico y dada la gravedad del caso, es operada de una peritonitis al tiempo que le extirpan un tumor maligno que se encontraba encubierto. En la consulta posterior, en oncología, le dicen que todo está bien y que no es necesaria otra intervención, puesto que el área quedó sin aparentes rastros de la enfermedad. Pero su oncóloga no se conforma con ese diagnóstico inicial y decide consultar con otros compañeros acerca del caso. Después de escuchar las opiniones de sus colegas, envía a la paciente a una consulta al hospital, a la unidad de trasplantes, para estudiar la posibilidad de una segunda intervención; lo hace más que nada como medida preventiva, debido a que ese tipo de cáncer no es fácilmente detectable mediante pruebas hospitalarias. Finalmente, una peritonectomía realizada con éxito evitó a la paciente, según la experiencia médica, una metástasis con resultados de sobra conocidos. 
Estas dos pacientes coincidieron en la misma habitación del hospital en que se encontraba mi amiga. Son solo dos historias, dos de las muchas historias anónimas que cada día se viven en los hospitales, como también lo son las de todos aquellos profesionales que, sin grandes alharacas ni protagonismo en los medios informativos, se dedican a proteger la salud de los ciudadanos y, fieles al juramento hipocrático y socialmente comprometidos, dedican sus esfuerzos a salvar vidas humanas y a paliar dolores ajenos.
 La mayoría de las personas que se dedican al viejo arte y oficio de sanar pacientes lo hacen por vocación. Pero hay algunas, como las doctoras que menciona nuestra amiga, que van más allá de la simple obligación, del “buen hacer”, que no se conforman, que no se limitan a cumplir con las frías indicaciones o exigencias que aparecen redactadas en las hojas de un protocolo, sino que su disposición por ayudar a las personas que sufren por diferentes dolencias las coloca en un nivel que está por encima de los límites del deber. 
Quisiera, con estas palabras, poner de manifiesto el valor de estos profesionales, hombres y mujeres que, tras largos y duros años de formación, prestan sus servicios en la sanidad pública española y desde aquí, rendirles un homenaje de admiración y respeto. Son ellos, con su esfuerzo, los que hacen que nuestra sanidad, aun a pesar de sus deficiencias, ocupen los más altos puestos en el ranking europeo; ellos, los que, a pesar de su dedicación, no están lo suficientemente valorados ni social ni económicamente. 
Ellos, sin duda, entienden su oficio como una misión. La más bella.
 

Más allá del deber

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