Intereses comerciales

Lo que más transita este verano por los paseos marítimos de los pueblos costeros de la Galicia del norte son legiones de perros, controlados por las correas de sus dueños, y grupos de jóvenes tatuados. Aunque los paseantes caninos se llevan la palma.  

Sin duda, el perro desde que el hombre lo arrancó de su familia originaria, los lobos, hace  más de treinta mil años, se ha convertido en su mejor amigo. Es un animal inteligente, fiel, intuitivo, pero, además, presta muchos servicios, entre ellos algunos de carácter humanitario.

Lo que ocurre es que últimamente hay personas que le confieren el estatus de humano. Y eso es lo preocupante. 

La locura está alcanzando tal grado que cuando el perro de la casa fallece es como si esa pérdida  fuera  la de un familiar cercano. Y comparar ambas pérdidas es sencillamente aberrante. Un perro seguirá siendo un perro y un gato un gato. 

Tales comparaciones solo pueden demostrar dos cosas: la confusión y la irracionalidad a la que estamos llegando. Y cada día hay más de las dos. 

Un día, de visita en la ciudad de Oviedo, caminando por una de sus calles pude ver a una joven pareja que empujaba un carrito de bebé. Hasta ahí todo normal, se ven cientos. Mi sorpresa fue cuando los adelanté,  pues al voltear la cabeza pude observar que en aquel carrito no iba ningún bebé sino dos perritos. Aquello me dejó dudando y me pregunté  ¿será verdad lo que estoy viendo?  Pues sí, era verdad.

Es cierto que un perro puede proporcionar buena compañía, incluso ser terapéutico en algunos casos, sobre todo cuando se trata de gente mayor que se encuentra muy sola. Lo que nunca podrá es convertirse en una suerte de comodín para llenar nuestros vacíos existenciales. 

Pero en esta invasión perruna también hay un componente social. Pasear un caniche confiere cierto estatus; o eso es lo que creen algunas personas. No olvidemos que en este sentido hay toda una tradición, nos referimos a los tiempos en que las señoras adineradas paseaban sus canes por los parques para después llevarlos a los cafés de solera del barrio y hablar en ellos de frivolidades. Y en cierto modo, incluso sin darse cuenta, la plebeya posmoderna intenta imitar tales costumbres poniendo un caniche en su vida. 

Los tatuajes son otra cosa, no arrastran esa solera. Antes esos “dibujitos” eran cosas de marinos, legionarios y, en general, de gente pendenciera y de malvivir. Los más populares estaban dedicados al amor filial que estos individuos sentían por sus madres o por una novia en particular. Pero los tiempos cambian y el negocio se ha popularizado. Ahora la moda es tatuar piernas, brazos, manos, todo lo que está a la vista y también lo que no lo está. Es lo “fashion”. O eso es lo que les hacen creer en los medios de comunicación a los jóvenes que deciden marcar su cuerpo de por vida.

Hay quién dice que lo de tatuarse se hace por algún motivo personal o íntimo; una teoría peregrina difícil de aceptar. Otros dicen que es una moda. Lo que sí es rigurosamente cierto es que hay todo un floreciente negocio detrás. Lo de la moda en cierto modo no deja de ser un cuento chino porque del negocio de tatuar se lucra mucha gente. Empezando por los fabricantes de esas máquinas, los que viven del oficio de tatuar, pasando por los profesionales de la medicina que con el tiempo se beneficiarán “borrando”, vía láser, las huellas de juventud de muchos arrepentidos.

Otro tanto ocurre con la invasión canina. Detrás hay toda una industria de alimentación, de veterinaria, de ropa y de hoteles para perros, incluso restaurantes con muebles “vintage” donde los clientes pueden entrar acompañados con esas mascotas. 

No hay que olvidar que vivimos en una sociedad que nos recuerda a todas horas que lo importante son los beneficios; el “cash” como decía un anuncio hortera de la televisión latina de Miami. Y al estar basada en el lucro nadie se plantea seriamente si un negocio es aceptable o no moralmente. 

Por lo tanto, la moda es una quimera y el azar no existe en estos casos; el móvil económico es el que predomina. 

En lenguaje bíblico, los mercaderes se adueñaron del templo. Y la mala noticia es que se quieren quedar en él.

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