La escurridiza felicidad

alguien dijo una vez que el destino reparte las cartas, pero que somos nosotros los que finalmente las jugamos, bien es verdad que la cosa puede complicarse si todas las cartas son flojas. Aunque si tuvo a bien repartir alguna que otra decente siempre hay la posibilidad de trampearlo y ganarle la partida.
En todo caso, el destino no deja de ser una quimera. La realidad es que siempre hay que andar a tientas por la vida para no tropezar y caer. Pero no vamos de hablar del destino, sino de la felicidad. Una palabra que de tanto mencionarla en estos días de Navidad casi la desgastamos. 
Lo cierto es que todo hijo o hija de vecino la persigue incansablemente, tratando de encontrarla en algún momento andando por la vida. Curiosamente en eso nos parecemos todos, no importa la nacionalidad, el grupo étnico, religioso o cultural al que pertenezcamos. Ocurre que con frecuencia se vuelve demasiado escurridiza, nos hace quiebros, incluso a veces se los hacemos a ella. 
Ahora que estamos a punto de empezar un nuevo año los brindis por esa Diosa se redoblan, se propagan, se reproducen, sin embargo, nadie se pregunta si realmente existe. Los más incrédulos afirman que no, que es una simple ilusión; otros creen que en una sociedad conflictiva nadie puede ser feliz; y hay quien sostiene que es una cosa puntual, de “momentos”. 
En todo caso, la felicidad no parece que sea algo permanente, quizá porque nada lo es. Por otro lado, alguien dijo que un estado de felicidad todo el tiempo sería demasiado aburrido, que se desvanecería la magia, el encanto, puesto que llegaría el momento en que todo se desdibujaría de tal manera que no sabríamos distinguir los momentos felices de los infelices, no habría marco para comparar.
De todos modos, cada uno percibe la felicidad o la infelicidad a su manera. Y para eso no hay manuales que valgan, ni siquiera el timo de los “milagrosos” libros de autoayuda. Tolstoi decía, en “Anna Karenina”, que todas las familias felices eran iguales y que cada familia infeliz era infeliz a su manera. 
Muchos relacionan la felicidad con la armonía, lo cual se traduce en disfrutar de la vida dentro de un estado armónico, de equilibrio; para esas personas la felicidad consiste en eso. Es cierto que en la Grecia antigua creían en la armonía de las cosas, del entorno. A lo mejor ahí está el secreto de todo. 
En todo caso, todo lo dicho tiene poco o nada que ver con la idea de “felicidad” que nos brindan nuestras sociedades desarrolladas. De ahí tanta confusión. En ellas el significado es diferente, empezando porque la armonía brilla por su ausencia. La felicidad la relacionan con al mundo de las cosas. Por eso, algunos que atesoran muchas y no son felices no lo entienden.
Al escribir esto, enseguida viene a mi mente un profesor que tuve cuando estudiaba en el Miami-Dade Community College. Aquel hombre impartía asignaturas de psicología y un buen día, comentando en el aula el significado de la felicidad, nos dijo que era obvio que nadie podría sentirse feliz pernoctando debajo de un puente, que las personas necesitaban un techo, un trabajo y unas condiciones razonables para una existencia digna. Pero que a partir de ahí, nos decía, la felicidad tenía que ser construida fuera de los extravíos materiales, tratando de edificar una vida interior rica culturalmente, plena, con valores, que son los que verdaderamente pueden realizar a la personas.
Recalcaba que las otras alternativas eran campos minados, peligrosos, pues significaban la renuncia automática a la posibilidad de llevar una vida plena, llena de satisfacciones. Consideraba que agarrarse al mundo de las “cosas” no era la mejor ni la más inteligente de las opciones, porque al final terminaban convirtiéndose en una gran trampa, una trampa que por lo general produce estados de ansiedad, estrés y depresión, con los cuales es imposible sentirse alegre, jubiloso.
Así que, al final uno llega a la conclusión de que la verdadera felicidad se construye de pequeñas cosas, que, además, no suelen ser caras. Ocurre que nos han inculcado una idea equivocada de ella, que con frecuencia nos hace olvidar lo más elemental. ¡Ay, la felicidad!

La escurridiza felicidad

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