En misa y repicando

Me decía el otro día un amigo que en estos tiempos cualquier incapaz puede ser ministro. Y no le falta razón. Visto lo visto no hace falta ser “cum laude” para desempeñar ese trabajo. 
Aquello de “donde dije digo, digo Diego” es parte de las funciones del cargo. Ocurrió hace unos días con la ministra de defensa, cuando intentó cancelar la venta de las 400 bombas a la monarquía saudita.  
En seguida Riad –como era de esperarse– amenazó con anular el suculento contrato para España, que incluye la fabricación de cinco fragatas de guerra por la empresa Navantia, con la consabida pérdida de varios miles de millones de euros y unos cuantos miles de puestos de trabajo.
Desde luego, no hace falta ser un Einstein para darse cuenta de que los sauditas no iban a quedarse de brazos cruzados. Su reacción fue hasta lógica. ¿Qué pueden utilizar las bombas en la guerra genocida que mantienen en Yemen? ¡Pues claro! Pero eso ya se sabía cuando el anterior gobierno del PP firmó el contrato de marras.
Para colmo viene el ministro de asuntos exteriores, el señor Borrell, a decirnos que al ser esas bombas de alta precisión no ocasionan daños colaterales; es decir, que su puntería es tal que no matan inocentes. En todo caso, lo primero que habría que saber es quiénes son los inocentes para los sauditas. O quiénes son los “buenos” y quiénes los “malos”. 
Es desconsolador que nos sigan tomando el pelo  vendiéndonos siempre la misma moto. El ministro sabe que en la guerra de Siria también se están usando –o eso dicen– bombas de alta precisión. Pero que matan con una espantosa exactitud colateral. 
El argumento es una completa boutade. Porque señor Borrell, no importa lo avanzada que esté la técnica para matar, pues la precisión ni siquiera está relacionada con la tecnología, sino con las órdenes que reciban los pilotos.
Argumente usted otra cosa. Diga que las armas y las guerras siempre han sido un gran negocio y que España no puede perderlo. O mucho tendrían que cambiar las cosas, claro. 
Para empezar tendría que cambiar radicalmente la orientación moral de la política, de los intereses y también de la sociedad. Porque todos somos responsables, aunque algunos más que otros. En lugar de fabricar armas o comprarlas habría que crear industrias de paz y para la paz. Y por lo que estamos viendo el mundo en que vivimos se aleja cada día más de ese ideal. 
Por otro lado, España está tan comprometida con los intereses armamentísticos que es imposible cambiarlos sin un coste social y político elevado. Y la ministra de defensa, la señora Margarita Robles, debería saberlo antes de aceptar el cargo.
A todo ello hay que añadir que los trabajadores de Navantia no entenderían nunca que los dejaran sin el pan. Pensemos por un momento que algunos de ellos tienen cierta conciencia de lo que está pasando en Yemen, pero cuando les dijeran que su puesto de trabajo peligra esa conciencia se va al garete. 
Y sobre eso habría mucho que hablar. Ya no estamos en los tiempos de la Barcelona de finales de los años 70, cuando se boicoteaban las oposiciones a la enseñanza pública porque se consideraba que el sistema de acceso no era justo. Aunque hoy pueda parecer increíble la mayoría cumplía con el boicot.  Pero estamos hablando de otra época y de otros valores. 
Las cosas han cambiado tanto que ahora nadie deja el cargo, aunque su gestión en el ministerio no concuerde con sus valores. Lo coherente sería marcharse en estos casos, sin embargo, hoy la renuncia no se contempla como una opción.
Por desgracia hay poca gente –si es que todavía queda alguna– con el suficiente arrojo como para dejar un puesto por cuestión de principios. Ni Alexis Tsipras, el actual primer ministro griego, que se las daba de muy de izquierdas lo hizo. Aceptó las humillaciones que el sistema financiero internacional le impuso a su país. Pero no dimitió. 
Todo eso nos indica algunas cosas, entre ellas la falta de sostenibilidad en los principios. Por eso la formalidad que existía en otros tiempos –y tampoco estamos hablando del Pleistoceno– es hoy más un fuerte deseo que una feliz realidad. Un bien muy escaso.
 

En misa y repicando

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