Dinero público

siempre se ha defendido que la utilización del dinero público exige un mayor escrúpulo y rigor en su empleo, administración y correcta aplicación. No cabe duda que un buen administrador es el que lo hace como “un buen padre de familia”.
Una buena y diligente administración debe evitar el despilfarro, la apropiación indebida, la malversación o el gasto en obras inútiles e innecesarias o suntuarias de dudosa rentabilidad social.
Admitido lo anterior, resulta, sin embargo, curioso que no todos los responsables políticos del uso y empleo de fondos públicos, defienden el mismo criterio sobre su naturaleza. Así ocurre que para algunos políticos “el dinero público no es de nadie”, mientras que para otros “el dinero público es de todos”.
Los que sostienen lo primero se consideran libres de emplearlo a su antojo y sin control ni exigencia alguna; para los segundos, debe darse cuenta detallada y completa de su empleo y utilización, pues nadie puede atribuirse la facultad de poder administrar, libre y arbitrariamente, bienes ajenos que pertenecen y están al servicio de la comunidad.
Con independencia del criterio que se tenga sobre el uso de los fondos públicos es evidente que, en todo caso, deben utilizarse al servicio del interés general y del bien común. El principio rector en su aplicación debe responder más a la utilidad y necesidad del “servicio” que a la finalidad del “beneficio”.
Sabiendo que invertir no es igual que gastar, en materia de inversión pública puede aplicarse la regla de que “se haga lo que se deba, aunque se deba lo que se haga”, porque la obra pública que sea necesaria y útil para la sociedad no debe demorarse por falta momentánea de recursos para llevarla a cabo.
Como conclusión, debe reconocerse que aprovecharse o enriquecerse con los fondos públicos ha merecido la más severa crítica de Plutarco que no duda en afirmar, “que el hombre que se enriquece con los fondos públicos es un ladrón de templos y tumbas; y de sus amigos, por la traición y el falso testimonio, es un consejero desleal, un juez perjuro, un magistrado corrupto; en una palabra, un hombre no libre de ninguna injusticia”.
Caso extremo en relación con este tema lo constituye la aplicación del dinero público en circunstancias de emergencia al rescate de entidades financieras o de crédito, con el objetivo de salvaguardar los legítimos intereses de sus depositantes y particulares; pero todo ello debiera realizarse exigiendo paralela y conjuntamente la responsabilidad pecuniaria o incluso penal, que pueda corresponder a los responsables de dichas entidades por su administración deslealtad y mala gestión.

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