Los malos de la película

El Artículo 155 de la Constitución determina: “1.Si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España, el Gobierno, previo requerimiento al Presidente de la Comunidad Autónoma y, en el caso de no ser atendido, con la aprobación por mayoría absoluta del Senado, podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquélla al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la protección del mencionado interés general.

2. Para la ejecución de las medidas previstas en el apartado anterior, el Gobierno podrá dar instrucciones a todas las autoridades de las Comunidades Autónomas”.

Es importante conocer el contenido del precepto porque hemos llegado a un punto donde todo el mundo opina y su aplicación llega a resultar básica. Craso error. Nunca ha sido aplicado y constituye una novedad. Los padres de la Constitución, previsores ellos, jamás imaginaron un escenario como el que ahora se presenta. En realidad es un precepto sin desarrollo orgánico. Por lo tanto, se podrá opinar de una manera u otra pero de lo que no nos queda duda alguna es de que en Cataluña se ha perdido el norte. Se ha incardinado en una deriva en la que solo cabe estar en un lado o en el otro: en el de la ley o en contra. Y son muchos los que optan por la primera opción.

Ese requerimiento previo del que habla el artículo pudo haberse realizado hace tiempo. Sin duda, también, el avance de los separatistas debió atenderse mucho antes. Sin embargo, la situación es la que es. Y es grave. No se puede responder con un chantaje y resulta injustificable que se pida la liberación de presos en un Estado donde la justicia actúa contra el delincuente, recordándonos de esta manera aquellas viejas reivindicaciones etarras, que ya parecían olvidadas. A nadie se le escapa que el problema no se vio cuando ya era evidente.

Ahora bien, desde fuera no resulta entendible la vorágine a la que se han lanzado los independentistas, dando validez a un referéndum que careció de los más elementales principios básicos para tenerlo en cuenta. Desde un prisma simplista, cualquiera podría darse cuenta de que lo ocurrido el día 1 de octubre ha sido cualquier cosa menos una votación valida. A partir de ahí, seguir en la misma línea es un sin sentido. Una lucha por demostrar quien la tiene más larga. Vemos diariamente imágenes esperpénticas y manifestaciones carentes del más mínimo sentido común. Resulta meridiano, por obvio, que si Cataluña se separa del resto del país, quedaría excluida de la UE, y no solo los catalanes perderían la nacionalidad, sino también la libre circulación, tratados, etc. Todo comenzaría de nuevo. Se crearían fronteras no sólo con Francia, sino con el resto de España. Ningún catalán podría ser funcionario público en España y viceversa, ni votar ni ser elegido recíprocamente. Los títulos académicos y universitarios tendrían que ser homologados, y el comercio sería como entre países extranjeros sin tratados. Habría que crearlo todo, desde unas instituciones propias hasta una moneda fuera del Euro con las consecuencias económicas que ello conlleva para los nacionales catalanes. ¿Realmente esto es lo que quieren los catalanes? ¿O es lo que quiere una parte del pueblo catalán que no piensa las consecuencias de lo que supone ser independiente? Aquellos a los que la situación social y económica se la bufa, porque priorizan el sentimiento nacionalista sobre cualquier otro. Aquellos cuyo nivel de abducción es similar a cualquier fanatismo.

Los españoles de pie. Los de la calle no llegan a entender porque esto ha ocurrido, como se va a desarrollar y siquiera si habrá un final medianamente coherente. Todo apunta a que no. Lo que sí ha pasado es la fractura de una sociedad que se divide entre quienes apoyan la independencia catalana, o, si se quiere, la República catalana y los otros, a los que los primeros definen como los malos de la película.

 

Los malos de la película

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