Retrospectiva de Miguel Zelada

Sesenta años del quehacer de Miguel Zelada (A Coruña, 1942) pueden ser contemplados en la muestra antológica del Kiosko Alfonso que nos permite, no sólo corroborar su gran talento plástico, sino descubrir facetas inéditas y la fértil ductilidad de su inspiración que se maneja con idéntica maestría en el retrato, el paisaje, los interiores o el bodegón, entre otros. 
Llaman la atención también sus aptitudes para expresarse con soltura en diferentes lenguajes, como la abstracción matérica y gestual, la nueva figuración, el expresionismo y el cubismo, o incluso para hacer una novedosa mezcla. Sorprenden, en este sentido las seis obras que titula “Figuras” que representan, con agitadas manchas de fuertes contrastes, seres atormentados que traen ecos de Bacon y Goya. 
Pero el camino que más y mejor transitó es el de una figuración muy personal, de acentos líricos, en la que busca la esencialidad compositiva, siguiendo un tanto los pasos de su admirado Cezanne, y donde da cauce a una vibrante armonía cromática de perfectas modulaciones, con frecuencia de colores complementarios: verdes/rojizos, azules/anaranjados, amarillos/malva, en una inmensa gama de matices. Ejemplares son, en este sentido, los paisajes de El Escorial(1983), Corna (1993), “El Escorial. Monasterio” ( 1999) y el tríptico” Valle de los Templos” (2006), obras espléndidas y evocadoras, en las que el paisaje canta su propia y legendaria epopeya. Cantan también en rubeniana sinfonía de azules el mar y algunas de sus visiones urbanas de A Coruña; pero, a veces, cae una luz de halos troceados sobre ellas y se produce una transverberación vaporosa, un ensueño de blancas y fugitivas claridades, que tan pronto danzan en quiebros cubistas como se remansan en una espera de horizontes. 
Cuando se enfrenta al retrato, trata de revelar las tensiones del alma, de recoger el instante introspectivo o incluso el pathos íntimo que esconde una actitud o una mirada; destacan por esto sus Autorretratos de 1977, 1987 y 2006, y los retratos “Jaime Zelada”, “Joven sentada” (1987)” Mi padre” (1994) y “El abuelo”(1984). En este, sobre todo, ha afilado sus instrumentos perceptivos para componer una obra compleja y de profunda simbología, en la que establece un contrapunto de espacios y tiempos, donde se entrecruzan un troceado reloj, dos visiones de dos momentos del rostro del personaje, presididos por la elegante figura central, a la que se siente hacer su camino todavía en plenitud. Vibra, en sus interiores, la entrañable y cálida luz de la casa vivida; los objetos, llenos de evocadora carga semántica, hablan de presencias y de ausencias; se siente la ternura en los retratos de sus seres queridos; y manifiesta su empatía con el ser humano y su épica humilde en Lavandera, Mariscadoras, “Partida en el bar” o” Los comedores de patatas”, donde hace un guiño a Van Gog. 
Resume, en fin, toda la ontología del ser en expectación en su solitaria e inestable” Silla” de 2016.Y con “Entre dos luces” nos deja frente a un bello ensueño marino de dorados atardeceres coruñeses.

Retrospectiva de Miguel Zelada

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